Para el Día de los Muertos ya andábamos todos enchamarrados, y mi amá cuidaba mucho de eso por los catarros que nos agarraban parejo a mis cuatro hermanos y a mí, que soporté una bronquitis alérgica hasta los siete.
En cambio, en tiempo de calor con vacaciones en la primaria, andábamos descalzos; no porque no hubiera zapatos, sino porque andábamos más agusto con la pata a ráiz.
En tiempo de calor, tierra y cemento ardían como un comal de hornilla, pero una gruesa capa de piel, insensible y pálida, había crecido bajo las plantas de los pies. Así que nunca nos afectó el fogón del arroyo; tampoco sucedió eso cuando vino el pavimento prieto y oloroso a chapopote. No éramos pelusa de lo más lejano al centro, pero éramos pelusa de la plazuela.
Descalza corría toda la chamacada del barrio; y así, todos los días al mediodía, fuimos al Callejón de enseguida por el medio kilo de tortillas para la hora de comer; pobre del que desobedecieran la orden paterna, una buena cintariza se le venía encima por mal mandado.
Recuerdo noviembres tan fríos de no tener permiso de la señora mandamás resentida por sus tosijosos retoños, y por eso el maquinof a chaleco cuando los ruegos ablandaban a nuestra doña madre, y aflojaba unos pesos para velar la última función en la gayola del Cinelandia, donde según la infalible sabiduría de nuestra domadora materna, el sereno de la alta noche era una gripe segura.
Por esos días había en el barrio un chamaco rechoncho y acanelado fanático de las cintas de guerra con las que Hollywod bélico nos mantenía entusiasmados, y en especial de los aviones caza de las dos guerras mundiales rematando con la de Corea en los cincuenta.
Este chamaco increíble artista nato del modelado en plastilina, desayunaba, comía y langareaba todo el santo día aeromodelismo. "Revell Lodela", la "Montecarlo" y la "Mercería ferretería, papelería --- y lo que busque --- de Occidente", proporcionaban en esos días todo lo necesario para que nuestro camarada, vecino de enfrente, construyera maquetas de combates en plastilina con muñecos a los que solo les faltaba el ánima; la banda sonora, incluyendo explosiones y ráfagas de ametralladora, salía de su garganta igual que en una cinta en blanco y negro, o filmada, ya entonces, en el siamés recién llegado a nuestros cines de pueblo techados con la noche: el Cinemascope en Technicolor y su paleta de colores intensos.
Panzers, Messerschmitts, Spitfires, infantería Nazi, las SS: su especialidad; por igual fanáticos del sol naciente y del emperador Hiroito, desgañitando ¡Bánzai! en las islas del Pacífico, bajo palmeras testigos de Kamikazes y devastadores bombardeos navales.
Años después, tras muchas juventudes de ausencia, los crossroads de la vida nos reconocieron en él Hermosillo cerro campanero, donde mi antiguo compinche me invitó a la casa familiar.
Quedé de nuevo asombrado por su arte; dentro de un amplio espacio de su vivienda, él había construido tal vez su último escenario plastilínico: un vasto juego de guerra entre Nazis y los Aliados en la Europa ocupada por Hitler en los cuarenta. Allí, frente a mí, estaba tras muchos años después de la infancia, toda la parafernalia en tercera dimensión que con los ojos tiesos hacia la pantalla de argamasa blanca del Cinelandia, habíamos contemplado sentados en las rústicas bancasas de la galería de aquel cine a cielo abierto a una cuadra del barrio.
Ignoro si los descendientes de mi antiguo camarada del callejón frente a la plazuela, hayan heredado el asombroso Don de su progenitor.
Una copla de talento y habilidad a tan corta edad, no he vuelto a encontrar en mi vida.