Desde el fondo de aquella enorme fosa que excavaban los trascabos solo parecían existir el cielo y las nubes. Aquello era la boca enorme de un volcán apagado hacía siglos. Al menos eso pensé cuando mis amigos del barrio y yo descendimos el cráter lunar que sería la Laguna del Náinari.
El asunto comenzó cuando entre los chamacos del barrio hizo chuza la noticia: estaban excavando la laguna para hacerla navegable. Nos miramos incrédulos; pronto tendríamos un lugar donde salir en bola, a pata y con un anzuelo en la punta de una cuerda de plástico enrollada en un bote de Tecate vacío.
Muy pronto abrieron la compuerta y con la paciencia que uno no tiene a los nueve, contemplamos cómo crecía casi imperceptible el nivel del nuevo lago, la gran alberca de la pelusa. Ahora todos los obregonenses, sin excepción, podríamos echar clavados y bucear sin googles ni tanques de oxígeno, y desde luego, tragar tierra disuelta en agua de la sierra, del canal de riego alimentado por San Río Yaqui.