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1963. La motocicleta

Armando Terán Ross
Domingo 11 de Julio de 2021
 

Ella montó tras de mí en la Carabela y rodeó mi magra cintura con los brazos de sus dieciséis. Yo solté el embrague y enfilamos hacia la parte baldía de la ciudad. El mundo giró y se puso de cabeza. Yo tenía diecisiete.

Haría un par de semanas, mientras el sol declinaba el calorón de agosto, el Chava me la había soltado a boca de jarro en la banqueta de los baños a vapor donde trabajaba: yo le gustaba a la morenita del departamento cinco del edificio verde, pero mi timidez con aquella amiga del barrio era un obstáculo insalvable para pedirle que fuese mi novia, la primera en mi incipiente vida.

Ya en esos días el problema con mi timidez era atroz, y, cuando mi vecina se encontraba entre la bolita del barrio yo padecía un mutis tan brutal como si de un ataque de afasia se tratara.

Pero aquella tarde, encarrerados en la Carabela con la cercanía de su voz en mi espalda, la supe junto a mí. El sol se detuvo. Y el viento se plantó con una emoción desconocida hasta entonces.

Al fin mi timidez perdía su primera batalla. La había invitado (a ella) a dar la vuelta en aquella motocicleta de cobrador de cambaceo que mi padre había comprado de segunda mano.

Durante el trayecto cobré valor para pedirle que fuera mi novia pero, para mi peor suerte y por los nervios, des aceleré la Carabela que encabritó y se detuvo.

No había de otra: el arranque no funcionaba, y la causante de aquel amor platónico tuvo que empujar la motocicleta conmigo a los manubrios hasta que ésta encendió de nuevo.

En aquel momento yo no sabía si estaba más avergonzado por la inoportuna falla de aquella moto de mi adolescencia, o por el hecho de haberme atrevido a pedirle a aquella chica morenita y risueña, que fuera mi novia.

Ya de regreso la dejé a la puerta del edificio donde vivía y me fuí a mi casa con el desaliento de un voy a pensarlo que se eternizó por nueve días debido a la muerte de uno de sus familiares.

Así transcurrió aquel novenario durante el cual no me fue posible contemplarla ni siquiera desde lejos. Pero una vez transcurrida las nueve noches de rezo, al fin llegó un Sí.

Con esto de mi timidez yo andaba atrasado en estos asuntos, pues mi hermano, tan sólo un año menor que yo, a estas alturas había tenido ya tres novias y era un galán precoz, con su inseparable guitarra en mano, su falsete de Miguel Aceves Mejía y una habilidad innata para bailar de cachete no dejaba sentida a ninguna adolescente aunque ésta fuese mayor que él.

Finalmente, llegó el día en que concluyó el novenario de rigor acostumbrado en esa época tras un sepelio; sin embargo, por diversas causas no puede tener una cita con ella por breve que fuera.

Con el pasar de los días llegaron los encuentros dominicales en el cine; y, finalmente debí pedir permiso a su padre para visitarla en el departamento donde vivía con su familia.

Una fantasiosa adolescencia, el romanticismo del cine del Hollywood de los sesenta, la música de Santo y Johny y las baladas para poner ojos de borrego ahorcado de Los Apson, fueron el combustible que inflamó aquel noviazgo donde había que aceptar a un tercero en discordia: “El Chaperón”.

A veces, una de las hermanas menores de ella (mi novia) hacía las veces de éste personaje típico de los noviazgos de aquellos años, Chaperón que para fortuna de muchas parejas de esos días de noviazgos prudentemente vigilados, resultaba vulnerable ante una bolsa de palomitas y un vaso de refresco Lucky Strike en la entrañable Luneta refrigerada del Cine Cajeme.

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