1963
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Uno a uno transcurrían con su paso de siempre pero para nosotros inmersos en la avasallante hormonalidad de la adolescencia cada uno de ellos tenía trescientos sesenta y cinco días multiplicados por nuestros catorce o quince años de vida.
Las muchachas de la alta debutaban sus quince años en su baile del Campestre, pero la mayoría lo hacía en fiestas que organizaban sus padres en su propia casa.
Asistir a los bailes del Olímpico era una especie de confirmación de mayoría de edad en una época en que algunas mamás aún tenían por costumbre acompañar a sus hijas a los bailes públicos donde Los Apson hacían vibrar el corazón de un romanticismo sesentero y provinciano.
Y la amo, Upudu, Atrás de la raya; no había transcurrido mucho tiempo desde Enrique y sus Cien kilos de barro, y María Eugenia Escobar tocaba el piano en la casa familiar, ahí por la Niños Héroes donde a veces ensayaban Los Gigantes. Las guitarras eléctricas era tan desconocidas como las computadoras personales en sus inicios.
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Alguna vez Héctor nos invitó a un ensayo en esa casa donde crecieron junto con él su habilidad y su buen oído para la música. Era un don, un regalo de los genes. Hacía tiempo que yo lo había escuchado acompañar con una guitarra eléctrica (como la de Bill Halley) a su papá, quien en esa ocasión tocó una guitarra Hawaiana en el salón de actos de una agrupación agrícola; Luces en el puerto, quizás. Había que ver la emoción que se me atoró en la garganta cuando vi por primera vez aquella moderna guitarra de entonces que Héctor pulsaba a la izquierda sin invertir el encordado, por lo que el espectáculo era aún más insólito; recuerdo el amplificador color beige al que se conectaron, aún no existían Los Gigantes, pero la Casa Java ya nos hacía unir el rostro al cristal de sus escaparates hipnotizados por los nuevos instrumentos electrónicos que yo no me cansaba de admirar a través del sueño que entonces era para mí el llegar a poseer una guitarra eléctrica.
Los Shadows, ingleses, La Pipa de la Paz un acontecimiento en la guitarra líder de Jaime; Nono y Héctor armonía y Jazz Bass y voces, todos reforzaban la tercia, Manolo apenas si tenía edad para lograr el Bombo, y ya eran y nos arremolinaban en cualquier parte donde escucháramos el tañer de la campana del grupo, los primeros Beatles de la ciudad.
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En los años uno mi hermano, el Yoni, recién bañado, enbrillantinado y alisado el cabello negrísimo, trepaba la Yamaha todas las tardes a las cinco y media para irse a casa del Miquelón Ortega. Hilda Delgado y Armida Urrea vivían entonces cerca de la casa de Miguel, y las baladas eran cantadas con una adolescencia arrullada bajo los yucatecos del verano en una calle del norte de la ciudad, donde la mancha urbana se había asentado con la rapidez de un tsunami.
En los años uno enlazaron las manos los platónicos, y los más formales realizaron el sueño de todo idilio de la época: las notas de un órgano en la santidad de una iglesia estremecidos por la pompa y circunstancia de una marcha nupcial; otros desvanecieron en la separación de los estudios en otra ciudad a donde había que emigrar para ser alguien en la vida. Las cartas de casa tardaban siete días, pero esta lentitud era lo que la gasolina al fuego.
El domingo obligaba oír misa en la Capilla de Guadalupe, y por la tarde soñar despiertos en la penumbra del Technicolor sobre la pantalla panorámica del Cine Cajeme, frente a la que un yo adolescente, se aferraba a la fantasía de una película cuyo final deseaba que no llegase hasta no haber transcurrido al menos veinticuatro horas más para no enfrentar la vergüenza de no cumplir con la tarea encomendada el viernes anterior por alguno de los maestros de la Secundaria.
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Pero a la realidad del mundo exterior no le importaban esas cosas, y cada domingo, después de ver las dos en Cinemascope programadas para ese día, yo era expulsado del paraíso de las fantasías del Cajeme hacia la noche que iluminaba la luna y los faros de los automóviles, llamada del servicio de la Nevería Ángel con sus charolas que enganchaban por fuera del cristal del automóvil; sobre estas charolas de aluminio servían las espumantes Coca Colas batidas con helado y los blancos copones de las malteadas que yo imaginaba habían sacado de alguna película de Natalie Wood.
La ciudad era seguridad y confianza en los años uno. Los chamacos bailabamos de cachetito en fiestas caseras con tocadiscos portátiles o consolas Telefunken, mientras en nuestras casas quedaban nuestros padres con la paz de una ciudad dormida. No digo que no había incidentes, los buenos para los trompones se enconaban a veces y echaban a perder el festejo en su mejor momento. Tampoco digo que, unos cuantos años después, no nos diera, como a cualquiera de nuestra camada, por tomar unos botes de cerveza Mexicali, pero eran los años uno, y un sabor de atrevimiento enlazaba a la juventud en aquella ciudad de barrios donde nadie era un completo desconocido.