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(1957)
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Como queriendo llover ha estado todo el día… Al menos así se ha quitado un poco el calorón... Y recuerdo muy bien que en las tardes la tía Esther hacía hotcakes amarillos espolvoreados con azúcar sobre las burbujas reventadas por un sartén untado de aceite.
Ya se han dejado venir las primeras gotas y el recuerdo cuando salíamos al callejón la bolita de chamacos del barrio bajo el aguacero, pantalones viejos cortados a la rodilla, chorros de agua nos caían en la mollera desde los tubos desagüe de los techos de las casas nos ensopaban congelando nuestra niñez con un frío que a fuerza de correr entre los charcos se iba poco a poco deshaciendo, pero de cualquier modo el frío del chubasco erizaba el cuero porque en julio, en las vacaciones largas, andábamos descalzos así corríamos mejor pues no había tiempo que perder ya que la lluvia no duraba mucho los chorros que caían desde los tubos en lo alto de las casas duraban más pero poco a poco se iban haciendo tan delgados como hebras cristalinas hasta que sólo quedaban goteando como la llave del lavadero de la casa. Entonces entrábamos en ésta muertos de frío, tiritando, con la yema de los dedos corrugada...
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Y luego a secarnos con las toallas que mi madre guardaba en el ropero, porque la casa era solo la sala que se ponía como un horno y la recámara un amplio cuarto donde dormíamos sólo en en tiempo de frío muy bien acomodados, nosotros, los cinco chamacos de mi madre, es decir mis cuatro hermanos y yo, y de este ambiente seguía la cocina techada con lámina galvanizada que se calentaba como el horno de la panadería La Sin rival a eso de las doce del mediodía, tiempo de calor inclemente en que, bañados de sudor y sin camisa, el Puebla y el Conejo metían el pan torcido al horno en larguísimas lengüetas de madera después de haber amasado un cerro de masa brillante de manteca.
