1963
1
A media película reinaba la penumbra y de pronto, de las butacas frente a la mía, en la luneta del Cine Cajeme surgían las siluetas de algunas personas que abandonaban la sala porque justo en ese momento terminaba la parte de la película que les faltaba por ver, dado que habían llegado tarde a la función vespertina de las cuatro p.m. Y así, el fantástico mundo del Cinemascope en Technicolor y la historia cinematográfica que fluía en mi adolescencia cinéfila, solían empañarse por unos momentos como un cristal con el vaho del aliento.
En mil novecientos sesenta y tres jamás imaginé que para asistir a la función de una sala de cine un día debería someterme a los mandatos del reloj.
Ya en esos años, un cartel advertía en las salas de cine de la Ciudad de México: "No hay permanencia voluntaria"; si esto hubiera sucedido en los cines de la ciudad hubiese sido un trauma no sólo para mí sino para todos aquellas personas que en los calores de junio a octubre aprovechaban el programa doble, es decir, la proyección de dos películas en la refrigerada penumbra de aquella entrañable sala de cine donde en ocasiones especiales había en promoción tres películas por el mismo boleto, y de paso algunos dormilones echaban una siesta vespertina que en su casa se hubiese reducido a una sudorosa somnolencia bajo el chiflón de un abanico comprado en abonos en la RCA Víctor de Jesús Apodaca.
2
A estos cinéfilos duerme siesta con aire acondicionado les gustaba entrar al cine desde la primera función; una vez arrellanados en sus mullidas butacas no abandonaban la sala de cine por nada del mundo, hasta que un clima inclemente que sobrepasaba los cuarenta grados, cedía un poco ante la bondad de la noche.
Algunos de estos dormilones amantes del Séptimo Arte, con el sombrero arriscado sobre la cara para cubrirse el rostro de la esplendorosa luz de la enorme pantalla, con sus botas insertadas bajo la butaca de enfrente y el espinazo reclinado hasta formar un triángulo con el asiento, dormían una anacrónica noche donde las únicas estrellas eran las del momento en un Hollywood en el que aún quedaban algunos restos del pionero blanco y negro.
Aquellas siestas con arrullo de un gigantesco sistema de aire acondicionado central ---que al penetrar en la refrigerada penumbra de la Luneta causaba apenas transcurridos unos minutos la sensación de encontrarse uno en alguna ciudad de clima similar al de la templada Guadalajara--- pagaban con creces el costo del boleto, el pequeño trozo de cartoncillo numerado que uno compraba por unos pesos a través del claro media luna del cristal de la taquilla para luego dirigirse hacia el portón acristalado donde Lucrecia lo volvía añicos en un santiamén.
3
Yo, un adolescente en ciernes cumplía sin falta con la ida al Cine Cajeme en compañía de mis amigos los domingos por la tarde. En esos andares de la edad del acné y una constante levedad del ser, el tirón para la ida al cine los domingos lo daban no sólo las películas por exhibir, sino también la adolescente de esos días de púberes idilios a quien esperábamos encontrar entre la algarabía de la dulcería durante el intermedio.
En ese entonces una pelusilla negra crecía demasiado lenta bajo mi nariz y yo desesperaba cada fin de semana por encontrar en el espejo mi incipiente bigote cada vez más tupido, más negro y más notorio; pero él tenía su propio ritmo, su propia calma igual que Lucrecia la eterna boletera del Cajeme blanca y esbelta de grandes ojos negros y dedos alados quien con un ojo al gato y otro al garabato no le paraba la lengua con alguna compañera de trabajo, y estando a la vez en todo parecía no fijarse en nosotros, chamacos cinéfilos que al entrar nos hacíamos bolita para esconder el bulto y por supuesto la edad, mientras ella, sin mirar a nadie en particular, iba de mano a mano recogiendo boleto por boleto.
Y cuando yo pensaba que ya me había colado con mis ilusiones a la mitad del camino de ver una de María Félix, "¡Hey!, ¡Tú no, chamaco!, ¡ésta es sólo para adolescentes y adultos!"; y yo salía como un morrongo reprendido de entre la bola de mis amigos fragantes a Old Spice.
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Lucky Strike, un burbujeante refresco de Cola lo vendían en la dulcería del cine. La gente salía en tumulto a comprar palomitas de maíz durante el intermedio entre película y película; pero este lujo estaba fuera de nuestro alcance; el subsidio paterno era tan preciso que sólo alcanzaba para pagar el boleto de Entrada a Gayola (Galería), y para alguna golosina que en ocasiones sacrificamos para darnos el lujo de entrar a Luneta.
Esto de la Permanencia Voluntaria tardaría buen tiempo en arribar a nuestra provinciana ciudad, el suficiente para no haber tenido jamás que preocuparme por llegar a tiempo al inicio de una película; era una cosa común en aquellos años quedarse a ver el principio de la proyección en la siguiente tanda, así que a nadie preocupaba no comenzar a ver la película desde su inicio con una puntualidad inglesa, mucho menos a mí que jamás llegué a tiempo en la Secundaria a la clase de las siete de mañana del Chino Guevara, un reconocido abogado de la ciudad cuyo ausentismo en sus clases era legendario, y en la mejor de los casos, las estadísticas del estudiantado le atribuían cuando mucho haber impartido tres clases en todo el año escolar.
Volviendo a la prohibición de permanecer en la sala de cine una vez que terminaba la película, debí esperar algunos años para ser sujeto de aquella limitante de permanencia dentro de las salas de cine de la época, y no fue sino hasta mil novecientos sesenta y siete, año en que fuí a vivir a la Ciudad de México para estudiar una carrera, cuando a querer y no inicié la disciplina de ser puntual al asistir a una función de cine.