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Aquellas Navidades

Rogelio Arenas Castro
Viernes 13 de Diciembre de 2019
 

Navidad en Bácum, 1938

Todos los años al acercarse el nacimiento del niño Dios, vienen nuevamente los que fueron gratos recuerdos de infancia, que aunque de lo más modesto, nunca dejaremos de añorarlos.

Cinco hermanos más, escandalizaban día y noche el humilde pero unido hogar en uno de los pueblos yaquis: Bácum.

Para estas fechas decembrinas todo el mundo andaba preparando el menudo, las calabazas cocidas con panocha; tamales de carne los pudientes, y nosotros, el pueblo, los de elote y los “tontitos”, sin faltar en la mesa dos o tres tangas de sabrosos buñuelos.

Los plebes, buquis o churis muy seriecitos, porque si no el niño Dios no nos traería nada. Pavos navideños, hasta ya de viejos los vinimos conociendo.

Por cierto que será un lujo, pero su sabor no acaba de convencernos. Los viejos ya tenían tiempo preparándose para estrenar ese día tan grande su buena “yompa” y pa’ la vieja su precioso tápalo o “rebozo”; a los churis nos amanecían una buena bolsa de cacahuates, dulces y caramelos, una naranja y a lo sumo un carrito de madera, hecho por el mismo padre o algún tío, y un trompo de la misma fabrica. A las niñas, una muñeca bichi de “solodoy”, (el primer plástico que conocimos).

La casa lucía bien encalada para instalar el altar donde estaría el monito que representaría al niño Dios. Desde temprana hora se iban reuniendo, la noche del 24, un rato en cada casa varias mujeres que con uno que otro traguito para el frío, y a escondidas del “viejo” se lo echaban para entonar alabanzas como aquella que decía:

“Caminitos, caminitos/ que van para Nazareth,/ como el camino era largo,/ mi niño llevaba sed.

“Dame una naranja, ciego,/ que mi niño lleva sed,/ cójalas usted señora,/ coja las que guste usted./ La señora siguió su marcha y el ciego ya pudo ver…”

El Santa Claus de hoy, para nosotros, aún no había sido inventado. Nuestra ilusión al regalo  iba aparejada con la noble creencia inculcada por nuestros padres de que en ese día el mundo se llenaba de gozo, porque muchos, pero mucho años atrás, había nacido El Salvador.

Ya hay televisión, luz eléctrica, etc. en el que fuera nuestro pueblo añorado. En lo que se llama prosperidad material, avanzó mi comunidad, pero en lo espiritual el retroceso es notable.

La noche buena, no por los regalos sino porque había nacido el niño Dios, era considerada la más larga del año, porque como no había luz eléctrica que opacara el brillo de las estrellas, a cada momento podíamos salir y contemplar el cielo en todo su esplendor con la esperanza de ver la preciosa estrella de Belén.

Amanecía por fin y las casa se llenaban de ruidos, salidos de las cornetitas de lamina de muchos colores, silbatos de barro, y era muy raro aquel que recibía como regalo una pistolita de lámina con un rollo de papel con petardos de pólvora en el medio, que era el parque para dicha pistola.

Para entonces “el viejo” ya había recorrido todas las velaciones del pueblo en compañía de cuatro o cinco amigos, todos ellos con una anforita de vino que traía un cordón de lujo, la cual se terciaban del cuello y con el mismo tapón que era una copa de plástico, brindaban un trago a los habitantes de la casa que iban visitando, a su vez, los residentes de ese hogar les invitaban una buena taza de café de talega, tamales, buñuelos, etc., pocos eran los que para el oscurecer del día 25, el día de Navidad, andaban de fiesta.

El pueblo por lo general estaba quieto, tomando fuerzas para recibir el año nuevo, ya próximo, del que nos decían que si velábamos el huevo, ahí se formarían cosas que podrían pasarnos, o si nos quedábamos despiertos hasta las 12 de la noche, podríamos distinguir en el horizonte un rayo de luz bañándolo totalmente y esa era la señal de la llegada del año nuevo.


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