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Noche de lunes en la Arena Coliseo

Sergio Anaya
Miércoles 20 de Febrero de 2019
 

Noches inolvidables, noches de frenesí alimentado por la eterna lucha entre el bien y el mal, dos polos de la condición humana que se expresan en la simpatía por los técnicos y el odio a los rudos. Así eran las noches de lunes en la Arena Coliseo, esquina de Zaragoza y Sufragio, un terreno guardado en los recuerdos de los niños que asistían acompañados por sus padres.

Otros llegaban en bola, sin adultos que los cuidaran, como los plebes del Plano Oriente que vivían cerca, nomás saltar la vía del ferrocarril y ya estaban allí con sus gritos y bravatas de barrio. También venían desde las lejanas colonias Hidalgo, Sochiloa, Cortinas y Consti. Ya revueltos niños y adultos se entregaban a la pasión entre rechifla y aplausos a los gladidadores entregados arriba del ring a un combate encarnizado de dos a tres caídas sin límite de tiempo. Patadas voladoras, piquetes de ojos, llaves que hacían chillar a los rudos hiopócritas y cobardes. Máscara contra cabellera, el punto culminante de la rivalidad que hacía estremecer al respetable en sus butacas.

Cierre los ojos y podrá usted ver a los personajes que desde el público atizaban la emoción enla Arena Coliseo. Verá a La Pelona mentando la madre a los réferis; buena mujer, propietaria de un taller donde arreglaba radiadores de autos, los lunes en la noche La Pelona era la energúmena líder de los aficionados.

Vea al señor formal que antes de acomodarse en su butaca saluda a diestra y siniestra con la amabilidad de un buen padre de familia. Apenas empiece la función y su semblante será transformado por la tensión de ver a los técnicos en apuros, a punto de sucumbir ante las marrullerías de los rudos y la estúpida neutralidad de los árbitros hijos de la tiznada.

Este otro es el taxista siempre dispuesto a echar trompadas a quien contradiga sus arengas y movimientos desde la butaca. A veces llega hasta la orilla del ring para reclamar airadamente el uso de una corcholata con la que intentan rajar el rostro del técnico. ¿Cómo, si de eso vive, del rostro?

A mitad de la función, con la atmósfera electrizada por la ira colectiva, llega una atractiva rubia oxigenada y se sienta en las primeras filas frente al ring. El instinto hace vociferar al hombrerío y más de uno le grita frases calenturientas. Ella no se inmuta, ni siquiera cuando un luchador es lanzado desde el ring y cae sobre su regazo implorando consuelo.

 

Los jefes de la Coliseo

En la taquilla y pendiente de todo lo que allí ocurría estaba la familia Mendieta. Don Pepe, luchador retirado, y su esposa Rebeca eran los administradores de la Arena Coliseo por obra y gracia de Salvador Lutteroth, el zar de la lucha libre en México.

Durante la década de los 1950s los Mendieta habitaban una vivienda típíca de la capital mexicana. Su amigo Lutteroth les pidió en una ocasión que recibieran como huéspedes a un grupo de jóvenes cubanos recién llegados al país. Eran Fidel Castro y sus camaradas que pasaban los días en la Cd. de México a la espera del momento oportuno para partir hacia la isla a iniciar la revolución.

Doña Rebeca alguna vez contó que al anochecer Fidel y su grupo, Ché Guevara incluido, se concentraban en la vivienda para planear su excursión a bordo del Granma. Discutían hasta altas horas de la madrugada mientras doña Rebeca o alguna otra inquilina se mantenían pendientes de tenerles el café listo, sin saber ellas que así quedaban insertas en el decorado de una de las historias más conocidas del siglo XX.

(Aquí en Infocajeme publicamos una foto de aquellos días, con el joven Fidel Castro y sus anfitriones mexicanos, entre ellos los esposos Mendieta).

Junto a los Mendieta, en la Arena Coliseo también vivía la familia Sevilla. Llegaron de la Cd. de México con dos chamaquitos que luego se harían luchadores, Álvaro y Daniel "Castorcito" Sevilla.

 

Héroes y villanos

Olor a cuerpos sudorosos, humo de cigarros, cervezas y fritangas, ambientan la expectativa de la lucha estelar donde vimos a los grandes gladiadores que conocíamos a través de revistas especializadas como "Box y Lucha". Desde sus portadas salieron el "Copetes" René Guajardo y Karlof Lagarde, rudos de 360 grados Farenheit. El temible Ringo Mendoza, si se acercaba a los niños, ellos corrían. No como los rudos de hoy que son el hazmerreír de los pequeños.

Una noche la estrella fue Blue Demon, sus gigantescas manos sacudían a los rivales sin ninguna consideración. En otras, muchas por fortuna, el papel estelar estuvo a cargo del Rayo de Jalisco, suspendido en el aire con topes aniquilantes y patadas voladoras. Pero lo mejor del Rayo era cuando se ponía chistoso y bailaba frente a los rivales. Pasitos laterales en corto y movimiento de cadera, a ver ¿quién es el jefe?

Aquí iniciaron sus carreras el Willy Cortez, el Mocho Cota, rudos entre los rudos, y José Luis Mendieta "Rambo".

Y aquí estuvo el más grande, la leyenda viviente, el héroe que tuvieron todos los niños de esa época. Santo El Enmascarado de Plata. ¿Quién era el hombre detrás de la máscara, cómo eran sus facciones? Preguntas así obsesionaban al público que ya había visto varias películas de su héroe antes de verlo en vivo, aquí en la gloriosa Arena Coliseo.

Así es la lucha libre, una obra teatral donde ya conocemos o presentimos el desenlace y el papel de cada uno de los personajes, y sin embargo no deja de ser uno de los espectáculos más excitantes al que hayamos asistido.

 

 

 

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