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Miércoles 1 de May de 2024
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Mi pueblo y sus costumbres

Rogelio Arenas Castro
Domingo 30 de Septiembre de 2018
 

Aquél viejo Cajeme de los años treinta y cuarenta, sigue siendo costumbrista por tradición.

Al decir esto, aclaro que me estoy refiriendo a quienes se ha dado en llamar pueblo, chusma, peladaje, etc., y que sigue siendo, a pesar de sus grandes o pequeñas carencias, una gran mayoría.

Remontémonos en el tiempo y veremos que nada, o casi nada, ha cambiado; a partir de los años treinta e incluso hasta los años cincuenta, eran pocos los ricardos o cogotudos, como les llamaba la chusma, porque eran un mundo aparte.

En su mayoría eran dueños de un automóvil para moverse, un sanatorio en donde curarse y, por supuesto, un espacio exclusivo para reunirse y hacer su diversión.

Cabría citar aquí al Sanatorio Montes de Oca y el Club Campestre. Al nacer algún hijo de don Fulano Equis, por lógica lo hacía en pañales de seda, atendido por algún ginecólgo que ya los había, o cuando menos atendido por alguna partera conocida, como doña Manuelita de Escobar, a quien muy poco acudía la plebe, pues como veía que atendía casos de gente más o menos de la pequeña clase media de entonces, de hecho no podía pagar sus servicios.

El niño aquel, nacido de tales familias bien, jamás iba a padecer tiña, boquillas, piojos blancos y demás parásitos que azotaban a la chusma.

Leyendo hace poco una crónica del maestro “dictador” Ramón Iñiguez, nos habla de que su abuelo paterno falleció hace noventa y siete años de uremia aguda, y cita otro deceso de un familiar aquejado por cierto padecimiento que apenas hará veinte años empiezan los pelados a saber que existe.

El populacho nacía (y nace aún) marcado ya y listo para ir al final de su destino, piojo per secula seculorum.

Veamos pues sus costumbres y tradiciones que puedes decir, lector amigo, eso era antes, mas yo te invito a que visites algunos barrios de la ciudad, colonias Cajeme, Beltrones, Aves del Castillo, El Túnel y muchas más, y así te darás cuenta de lo que aquí te relato.

En los barrios del viejo Cajeme se veía a sus moradores, mujeres principalmente, haciendo escalerita para espulgarse y matar sus liendres y piojos, que eran compañeros inseparables del populacho. A veces, cuando se venía el parto a alguna, era cosa de buscar a doña Trini Carrizosa, vieja partera de pueblo que sacó a muchos y otros se le quedaron en el camino (decían: “nació muerto el niño” y ya). La parturienta tenía que vivir la cuarentena con una disciplina, sin baño, cosa poco usual, comiendo atole de maíz con tortilla tostadas y polveada de azufre esos cuarenta días.

En ese lapso había que echarle el agua al recién nacido y, claro, festejar al compadre con algo, aunque se daban casos en el recién nacido estaba casi al borde de la muerte por una fiebre helado, tos ferina o tifoidea muy usuales en aquellos ayeres y, desde luego, el chamaco, si moría pues ya le habían echado el agua. Eso significaba que ya se convertía en “angelito” en el cielo; esto se hacía porque normalmente eran bautizados a los dos o tres años de edad.

Poco “angelitos” me tocó ver en alguna funeraria de las escasas que había. Su cuerpecito era tendido en una mesa y alumbrado con lámparas o cachimbas; las velas o veladoras eran para los difuntos grandes, a quienes normalmente eran tendidos en un catre con las quijadas amarradas con un paliacate. Hoy de perdida los arreglan en la funeraria o en el Hospital General.

El velorio transcurría entre rezos de las mujeres y tragos –que nunca faltan entre los viejos, mientras el carpintero del barrio trabajaba tiempo extra para terminar la caja de pino y clavos en que reposaría aquel cuerpo. Tenía que haber mucho café de talega y un buen menudo o pozole para quienes asistían al velorio que se verificaba en la casa del finado.

Con esa solidaridad de siempre, los vecinos se cotizaban con lo que podían para menguar un poco el gasto que ocasionaba aquel duro trance que era seguido por el novenario por el descanso del alma de quien se había marchado para siempre. Y qué decir del llanto y el luto que se guardaba por años.

Durante el novenario había que invitar café a quienes asistían, y el último día una cenita a base de cabeza de res en caldo, tamales o menudo en agradecimiento  por su asistencia y solidaridad con la familia. Hoy, lo único que ha cambiado entre el peladaje  es la diversidad de charras y cuentos que se sacan a costillas del finado. Por ahí escuchamos algo como que “Era un hijo de siete madres el cabrón. A mí me chingó una vez, pero, en fin, ya está con Tata Dios, que El lo perdone”, y así por el estilo entre trago y trago de “babama”, porque se pasan la botella de caguama hasta no ver el fondo. Por eso les llaman “babazas”, pues en el fondo ya son puras babas. Si el difunto era joven y tenía el historial delictivo, se escucha por ahí esa noche: Nel bato, los sordos lo traían de encargo. Ya le tenían tirria porque era muy vedijudo, pura leña, güey.

A parte de que toda la noche va a rodar la cheve, pues aunque cierren los expendios hay aguajes por todos lados, menos, claro, en la zona norte de mi pueblo, cuna de siempre de los “ricardos” y algunos muchos a los que no les queda más que el apellido.

Nomás fíjate, lector, en un funeral en La Misión, de algún cristiano ricardo: trajes, corbatas, etc., y nada de aspavientos, mucho menos bebidas, mientras que acá en la funeraria del DIF colorea de botes y botellas, y el sentimiento con lágrima, moco y pedo, se oye hasta las tres cuadras a la redonda…¿o no?


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