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El universo de Librolandia

Sergio Anaya
Miércoles 08 de Novimiebre de 2017
 

Ironías del tiempo: Donde hoy está un casino que exprime el bolsillo y los impulsos lúdicos de mucha gente, estuvo Librolandia, la magnífica librería donde acudían los lectores habituales de libros, periódicos, revistas, pasquines y toda clase de publicaciones que circulaban hace 30, 40 años y más.

Para algunos, me incluyo, era un placer ingresar al almacén de paredes tapizadas por la estantería colmada de libros, joyas de la literatura clásica, autores mexicanos de todos los tiempos (allí tuve el gusto de conocer a Luis Spota y su deslumbrante "Casi el paraíso"), escritores norteamericanos, colecciones como las de Bruguera, si mal no recuerdo, libros de bolsillo con forros en rojo; los Sepan Cuántos, otra magnífica colección, y por supuesto los best sellers, con las tapas que anunciaban a los colosos de esa literatura, el inefable Irving Wallace casi agarrado de la mano con la melosa Corín Tellado.

Lo más excitante, sin duda, los diarios nacionales del día. La gran sala de Librolandia estaba ocupada por mesas bajas y largas donde se colocaban las publicaciones periódicas. Entrando entrando tenías a la mano el Excélsior y sus pontífices de la opinión pública nacional, con el esteta de la prosa periodística, José Alvarado, el chocarrero Renato Leduc, Granados Chapa, Buendía, Mejías, García Cantú... uf, nombres que de sólo recordar dan ganas otra vez de volver a leerlos con la curiosidad y apasionamiento de aquellos años. 

Y estaba también El Heraldo de México, atractiva impresión a todo color, de línea reaccionaria y buenas plumas que congregaban lectores fieles. Estaban El Universal, el Novedades y por supuesto, infaltable, autoridad en los deportes, el Esto, el tabloide de color sepia más vendido en el país.

Lo más maravilloso era la actualidad de estos diarios, llegaban calientitos, oliendo aún a rotativa, traídos en el jet (así se decía antes) de la mañana desde la Cd. de México. Los lectores pasaban por la tarde a recoger su periódico favorito para complementar la información que ya habían leído en los diarios locales.

Cerca de los periódicos o alrededor de la caja de pago, estaban las revistas que todo mundo leía, el Selecciones del Readers Digest y, para el gusto mexicano, el Contenido. Más allá, en las mesas, la más leída de todas las revistas, Alarma!, violóla, matóla y enterróla, ¡detente Pifas!, la policía está cerca de ti, de las Poquianchis y del rey Lopitos. La fantasía colectiva, el morbo reconcentrado en una edición de dos tintas que ayer censuraban los guardianes del buen gusto y hoy se quedaría muy chica comparada con la realidad que vemos a diario en prensa, televisión y portales de internet.

Cierro los ojos y vuelvo a recorrer las mesas de Librolandia, me encuentro a los casi desaparecidos chistes que devoraban los plebes, el Kalimán, el Charrito de Oro, Santo, y en el trono, Memín Pingüín y Lágrimas y Risas. Las fotonovelas, De Amor y Cita, preferidas de las chicas adolescentes que despuntaban hacia la adultez y de mujeres adultas que añoraban su adolescencia. Cada publicación de esas ameritaría una historia aparte.

De esos chistes y revistas aún sobrevive la costumbre de calificar a una mujer de curvas sinuosas como una "tipo portada del Caballo del Diablo". Usted sabe a qué me refiero.

Recuerdo haber visto varias veces a un hombre que llegaba y compraba todos los chistes y fotonovelas de la semana. Primero pensé que era jefe de una numerosa familia adicta a estas publicaciones, después supe que el hombre tenía una caseta de dulces y refrescos en un pueblo cercano; las publicaciones las rentaba a los chamacos del barrio que las devoraban en silencio sentados en la banca de madera a un lado de la caseta.

Mantengo los ojos cerrados y veo al hombre con aspecto de empleado bancario o gerente de empresa, ropa fina, tal vez comprada en Luders o en Tucson, tratando de ser discreto al momento de pagar la revista Playboy o algo parecido, portadas con bellezas femeninas en cueros que uno sólo podía observar en la estantería pero no comprar porque además de ser menor de edad no tenía el dinero para pagarlas.

Eso era Librolandia, un universo aparte que nos permitía huir aunque fuera por unos momentos de la sórdida vida provinciana. Un universo que poco a poco fue apagándose ante la invasión de la cultura audiovisual; primero se hizo pequeña, le quitaron espacio, y un día desapareció para siempre. 

De esa época sólo nos quedan fotos como ésta que aquí presentamos y los recuerdos de aquellos que alguna vez ingresaron al universo de Librolandia.

 

 

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