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El Miguelón de la Ufrasia

Rogelio Arenas
Domingo 09 de Marzo de 2014
 

A mediados de los años cuarenta, llegó a vivir en lo que apenas empezaba a ser la calle Tlaxcala, entre las calles Cuchus y Zaperoa, una señora madura y regordeta, y como la mayoría de aquella gente que venía de Sinaloa, muy “claridosa” en el hacer y el decir. Junto con ella y sus escasas pertenencias, hizo su aparición Miguel, hijo suyo, un chamaco entre doce y trece años, alto y espigado, como los quelites que en ese tiempo poblaban los llanos sin fincar en lo que más tarde sería la calle California y la colonia Hidalgo.

Miguel, a quien los demás plebes del barrio bautizaron como “el Miguelón”, era muy vago para el trompo; no tenía sayo para los “arrianazos” y los “taponazos”, y como todo bien hijo de pueblo, muy “madrero”:

Doña Eufrasia, a quien las vecinas empezaron a mentar como “la Ufrasia”, demostró inmediatamente que venía dispuesta a salir adelante y como buena luchadora de pueblo, empezó a lavar ajeno, a vender tamales, etc., y en un santiamén empezó a levantar otro cuarto en el chiname en que se habían aposentado.

El Miguelón, muy de vez en cuando salía a dar una que otra boleada, y lo que ganaba era para sus apuestas en el juego. La Ufrasia, con sus afanes de lavado al rayo del sol, guardaba las monedas que le quedaban durante el día, en la repisa que funcionaba como altar a una desteñida imagen de la guadalupana, de la cual era devota, pues a ella le pedía diariamente que no le faltara el alimento para ella y su hijo. Nada más que tenía un problema: casi a diario se le perdía el dinero y ahí empezaba el meollo de este relato.

A eso de las once de la mañana, casi a diario, turbaba la paz del barrio un tortear de manos y el grito de la Ufrasia:

“¡Migueeel! ¡Ven acá, ora verás, hijo ela chingada!”.

Este, al escuchar el grito, aventaba el último “arrianazo” y se encaminaba al chiname.

-¿Qué quiere, amá?

“Me robastes el dinero de la masa, Miguel; no me tienes consideración. Devuélvemelo o te mato a palos”.

Miguel se limpiaba el moco que siempre lo acompañaba, y le decía:

-¡Por Dios santito, amacita, que yo no jui, yo no agarré nada!

“Devuélvemelo, Miguel, tas viendo que me mato el lomo todo el día pa darte de tragar, y no es justo lo que me haces, cabrón”.

El Miguelón le juraba por todos los santos, desde Nuestra Señora de Guasave hasta el Santo Niño de Atocha, pasando por el Santo enmascarado de Plata, que él no había sido.

Alguna vez se defendía Miguelón echándole la culpa a Pedrón, un cargador de los Molinos, muy flojo por cierto, y con quien decían las malas lenguas del barrio, que la Ufrasia se metía.

 Después de mil acusaciones de la Ufrasia y el Miguelón, todas a punta de madrazos y amenazas de fajos, pelas y demás monsergas, y ya casi para cumplirlas, pues la Ufrasia había pepenado de las greñas al Miguelón, éste le decía y así la convencía:

-Mire, amá  …chingo a mi rechingada madre que yo no jui.

Entonces ella, muy convencida con ese juramento, lo soltaba y le decía:

“Te creo, Miguel, vete y no te me pierdas, pues tienes que ir a entregar la ropa, que lavé hoy”.

En el transcurrir del tiempo, la Ufrasia se hizo famosa vendiendo “cenas” por rumbos del barrio de la Ladrillera, barrio a donde se cambió después de un fracaso amoroso con un albañil de oficio que no supo explotar esa mina.

Cuando veo al Miguelón, me lleno de nostalgia por el viejo barrio y me parece escuchar aquel grito:

“¡Migueeel! ¡Ven acá, hijo de la chingada”.

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