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Cayendo el muerto, soltando el llanto

Rogelio Arenas
Domingo 02 de Febrero de 2014
 

Allá a mediados de la década de los cincuenta, joven aún la colonia Hidalgo, se juntaban en los bailes que ahí se organizaban, varias palomillas que empezaban a hacer sus pininos en la mexicana alegría.

Entre una de ellas, para ser más precisos, la más guerrillera que asistía en esos ayeres al baile de la Junta de Mejoras Materiales, en un corralón  de las calles Campeche y 6 de Abril, figuraba un mocetón achaparado con cara de pocos amigos a quien le decían el Pintatodo, porque se dedicaba a pintar, más bien a encalar casas habitación, o sea pintor de brocha gorda.

Al paso del tiempo, Ramón el Pintatodo le agarró tanto sabor a la bebida, que la misma palomilla, sus amigos, le cambiaron el apodo de Pintatodo por el de Tomatodo, de tal manera que todo el mundo empezó a llamarlo así: Tomatodo.

Cierta ocasión, como es normal en todo buen barrio, se le puso, y lo cumplió, morirse al padre de uno de los amigos del Tomatodo, y como es tradición entre la gente de los barrios, se fueron acercando al domicilio del finado a dar el pésame algunos, y otros para ver a qué horas empezaba el velorio.

Tradicionalmente, la familia del difunto ofrece café, algún trago, etc., aparte de que también pone al muertito. Así empezó esa noche del velorio, entre rezos, tragos de café y sus respectivos churumbones.

No podía faltar la palomilla del Tomatodo, pues eran amigos de los hijos del difunto. Para las once de la noche empezaron las cooperachas para comprar una botella del “Viuda de Martínez”, tequila muy de uso en aquellos ayeres. Así fue pasando el tiempo. Algunos, a eso de las tres o cuatro de la mañana, ya empezaban a sentir los estragos de la desvelada y, por supuesto, de la bebida.

Como costumbre, la velación del finado era en el portal o en el patio de la casa, y siempre, en los velorios del pueblo, la caja permanece abierta, pues eran ataúdes preparados por carpinteros del barrio, que así ponían su grano de arena para la gente siempre escasa de recursos.

El Tomatodo era uno de los pocos concurrentes aún despiertos, y viendo que aún quedaba un litro de tequila sin abrir, se dio sus mañas para esconderlo y seguir la juerga otro día. El mejor sitio que encontró fue en los pies del difunto, donde estaba la ropa del que a otro día echarían a la fosa, para su eterno descanso.

Después de aquello, también echó su pestañeada y se durmió un buen rato, tanto que cuando despertó a eso de las diez de la mañana, y se iban a llevar al difunto hacia su última morada. Ver aquello el Tomatodo y echarse a llorar fue una sola cosa. Se abrazaba de la caja que habían cerrado y gemía: “No se lo lleven, por su madrecita. No, no sean ingratos, por favor, no se lo lleven”, lloraba a moco tendido, y nadie podía quitarlo de encima del ataúd.

Doña Petra, la mujer del finado, una matrona entrada en carnes, de casi 130 kilos de peso, no veía con buenos ojos aquello, pues aunque se trataba de su marido, el difunto, no olvidaba que alguna vez le habían platicado que su marido tenía quereres con damas de otros barrios, pues cuando era paletero se paseaba por todo Ciudad Obregón, y doña Petra, pensando que el “Tomatodo” fuera un desliz del finado, ordenó que lo quitaran a la fuerza, aunque doliera a todos que el Tomatodo  estuviera hecho un mar de lágrimas.

Así se encaminaron todos rumbo al panteón; ya para entonces el Tomatodo nomás suspiraba y hacía pucheros. En el cementerio, antes de sepultar el cuerpo, como se acostumbra, abrieron la caja. En ese instante se descubrió el motivo de las lágrimas del Tomatodo, pues en cuanto levantaron la tapa, aquel plañidero pegó un salto digno de un atleta olímpico.

Ramón el Tomatodo recuperó aquel litro de “Viuda de Martínez” que estuvo en un tris de quedar sepultado con el difunto, y que casi fuera causa de un sainete más grande, porque doña Petra siempre fue una señora de pelo en pecho y quién sabe qué hubiera pasado con el pobre muertito y con el Tomatodo.

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