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La noche del sábado 14 abordamos los más de cien pasajeros que íbamos a México, y ahí, sentadotes, aguardamos minutos y minutos a que el avión despegara, y nada. Por fin, el piloto se dignó explicar que no funcionaba el aire acondicionado de alguna manera conectado con el arranque del motor. Paciencia, recomendó.
Llevaron una planta para inyectar energía. Más paciencia, pidió el piloto. Y a la media hora, más paciencia. Y a la hora, abajo todo el mundo porque de nada sirvió la planta. Volvimos a la sala de espera. En mi caso, que necesito andadera para caminar, y en el de otra señora bastante mayor, nos subieron y nos bajaron en peso.
Mientras estuvimos en la sala de espera, la empresa no tuvo la atención de mandar a uno o dos funcionarios que ofrecieran una excusa oficial, que mostraran una preocupación, siquiera fingida, por nuestras frustraciones, o empleados que invitaran agua, un café. Luego de otro largo rato nos indicaron que recogiéramos nuestro equipaje. Otra cola que avanzó con tremenda lentitud para recibir nuevos boletos para un vuelo del domingo a las diez de la mañana. No pusieron dos o tres empleados más para hacer menos lenta la tarea.
Era la media noche y ya no había taxis. Mi compañero trianguló llamada celular a un pariente para que mandara un úber. Antes de que el auto arribara, nos avisaron que el vuelo del domingo no sería a las diez sino a las doce. En un hotel cercano algunos pasajeros foráneos consiguieron habitación pero sólo unos pocos. Los demás volvieron al aeropuerto, que cierran por la noche, y trataron de dormir en el suelo. Soñaron en los funcionarios de Volaris que dormían en lechos limpios y blanditos.
Repetimos el trámite de documentar, esperar, mientras una pasajera hacía una lista de nombres y teléfonos para promover una queja contra la empresa. La mejor sanción será, creo, no utilizarla más en nuestros viajes, y no tanto por la descompostura del avión sino por su descortesía. Yo volveré a Sonora en esa línea porque tengo pagado el boleto redondo. Y así le diré adiós.
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