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Millones de personas en el mundo fueron presas ayer del pánico al confirmar que las amenazas de Donald Trump no eran bravuconadas para asustar, o proyectos que tardarían en madurar, sino decisiones de un cerebro enfermo urgido de dañar a la gente, de sembrar la desdicha, de arrancar lágrimas. Y es que lo vieron, apenas cumplido el requisito de la protesta, prácticamente correr a su escritorio para firmar los decretos que transforman las temidas amenazas en órdenes de obligada e inmediata ejecución.
La más terrible concierne a la deportación de mexicanos ilegales que, aunque concierne a los naturales de todos los países del continente, será especialmente grave para el nuestro porque México es el paso obvio de todos los expulsados y porque nuestros compatriotas constituyen el mayor porcentaje.
La presidenta Sheinbaum adopta expresiones de tranquilidad ante la tormenta y repite que en sitios estratégicos de la frontera se cuenta ya con refugios para recibir a los deportados, pero el techo y la comida equivalen a los primeros auxilios que en una ambulancia prestan al herido de gravedad que han levantado. Tardaremos años en lograr la incorporación a la actividad productiva a quien por lo pronto se le brinda albergue. Hay desempleo y añadiremos, de un golpe, millares de desempleados más.
Esta columna no aspira a acentuar el pesimismo pero no es posible olvidar que una tremenda consecuencia de la deportación será la disminución de remesas en dólares que han sido hasta el año pasado sostén de la economía nacional.
Me apena no poder sugerir al menos un par de soluciones a la crisis. Y mucho más me apena confesar que un rayito de esperanza comienza a abrirse paso en mi mente al recordar que el monstruo Trump acaba de cumplir 80 años. ¿Le parece a usted que se nos muera?
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