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Domingo 19 de May de 2024
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El alba antes del ocaso. La edad invisible.

Raúl Héctor Campa García
Sábado 19 de Febrero de 2022
 

“En el ocaso de nuestra vida seremos juzgados en el amor”. Sor Juana Inés de la Cruz (San Miguel Nepantla, Edo, de Méx.1648-Cd. Mex. 1695).

“En este ocaso de mi vida sólo un deseo me queda; la dicha de mi país, la dicha de los míos” Porfirio Díaz Mori (Oaxaca, Oax.1830- París, Francia.1915).

Se despertó temprano. Ese día tenía dos citas en un hospital de tercer nivel de atención, en el servicio de cardiología, que en el trascurso de dos años atrás, le habían realizado tres cateterismos en forma exitosa. Aunque con cierta frecuencia consultaba a un amigo, experto y estimado cardiólogo, quien consideraba que todo iba bien. Esta vez no quiso molestar a su amigo y decidió acudir a las citas que la institución le brindaba; institución en donde laboró por treinta años, ocupando por 20 años, un puesto directivo. 

Siempre le tuvo confianza a la Institución, por eso quiso que se le realizarán las intervenciones allí, no había mejor unidad de coronarias en la región que la de esta Institución, a la cual le tenía mucho agradecimiento y cariño. En ella se había realizado, como profesionista y como funcionario.

La primera cita era para la realización de un electrocardiograma (ECG), a las 8:00 am, llegó media hora antes, hizo fila para que le dieran un número; le tocó ser el paciente No. 9; lo pasaron a una estrecha sala de espera junto con otro grupo de pacientes. Era un espacio de 2mts de ancho por unos 25mts de largo aproximadamente, había unas 5 estructuras metálicas que soportaban: unas con tres y otras con cinco asientos de plástico duro. A lo largo del pasillo había gente sentada y de pie, guardando cierta distancia, por el cuidado preventivo de la pandemia (la distancia era de menos de 1,5mts, de separación entre cada persona); todos traían cubrebocas. La mayoría eran personas adultas entre los 60 y 75 años y de más edad; dos estaban en silla de ruedas. Algunos enfermos acudían con acompañante. Él decidió ir solo- para prevenir contagio con el pandémico virus-. Sabía que tenía que esperar, como cualquier cristiano, su turno. 

Ese largo espacio que funcionaba como sala de espera, no era exclusivo para tomar ECG y la aplicación de Holter (una monitorización de 24 horas o más, de la función cardíaca: frecuencia y ritmo cardíaco, cuando siente el paciente dolor en el pecho o presenta una arritmia). También existía, en ese estrecho espacio, cubículos para pruebas auditivas, otro para medir la función respiratoria, un cubículo donde estaba la coordinación de enfermería como apoyo a esos estudios y otra pequeña oficina, donde observó que entraban y salían médicos adscritos y residentes. Estuvo un tiempo de pie. A las 8:30 am, a todos le solicitaron el turno que les había tocado, según el estudio solicitado por sus médicos; estaban todos los pacientes revueltos. Empezaron a llamar a los primeros pacientes, para los distintos servicios paraclínicos. A las 8:45 am, se desocupó un asiento en el extremo distante de donde estaba el cubículo para los ECG y colocación de Holter. Se sentó absorto, pensando que, en esta institución, donde estuvo tantos años, probablemente no había nadie conocido, que, como muchos ex empleados como él, a su edad, se estaban volviendo invisibles ante las nuevas generaciones. Hizo un recorrido mental, de unos momentos atrás, cuando llegó a la fila para que le dieran el turno para que le tomaran el ECG. Saludó a la enfermera que lo recibió, dándole los buenos días. Buenos días – le contestó la enfermera, diciéndole: de todos los que les he dado su turno para el servicio que les corresponde, es usted el único que me ha dado los buenos días. Es que están pensando en el turno que les va a tocar – le respondió. 

Pero no supo quién era él y ni era su obligación saberlo.

Al estar en la sala, miró que entraba un conocido jefe de servicio, que se dirigió al cubículo donde antes habían entrado médicos residentes de ambos sexos y algunos adscritos. El jefe no dio los buenos días y no se percató de su presencia. Las asistentes y enfermeras, cuando llegaban, dieron los buenos días a todos los pacientes que iban llegando, y recogían los números de turno, que estaba anotado previamente en la hoja de citas para cada servicio. Tampoco lo reconocieron, quizás por el cubrebocas, pero tampoco él se acordaba de todo el personal, quizás a unos poco si los reconoció, pero no se acordaba de sus nombres.

De repente en su soliloquio, miró un enchufe eléctrico, una cajita de tres entradas, para dos conexiones, que estaban libres; se le figuraron dos caritas tristes, que lo miraban, como diciéndole: Aquí, ya nadie te conoce, eres imperceptible. En eso escucha la voz de la técnica en electrocardiografía, que le solicita la hoja donde viene su turno, como a todos. 

Permanece sentado. Ve de frente salir al jefe de servicio, lo mira y el también -supuso- pero no saluda, quizás no lo conoció, por andar ambos embozados, con el cubrebocas pues. Circula el personal, nadie lo ve.  Siente que su figura se va desvaneciendo cada vez más, volviéndose invisible poco a poco.

Sigue con sus cavilaciones existenciales. De repente se da cuenta que no ha escuchado el llamado de su turno, se dirige al extremo donde se encuentra el área donde se realizan los ECG; les preguntó a las personas que están en espera: ¿Qué turno va? El 14 – contestan al unísono, dos o tres personas- ¿Usted que turno tiene? Tengo el 9 -contesta. No pues ya se le pasó – comenta una señora- está mujer pasa a quien ella quiere- prosigue con enojo la misma mujer. No creo -le dice él- es que no escuché mi turno, estaba hasta el otro extremo. ¡No, así es el personal! – de nuevo arremete la doñita- No señora no malinterprete yo soy el culpable- le responde él. No escuché, a mí se me pasó el turno – tal como realmente fue. En eso sale la técnica y nombra el turno 15. Señorita tengo el número 9, perdón se me pasó el turno. Bueno pase Usted y usted -le dice a la persona que tiene el turno 15, espere afuera por favor. No le dice él, tómele a él primero (al turno 15) y luego me pasa a mí. Bueno – aprueba la técnica- al salir él, le toca a Usted. Gracias. 

Entra. la técnica observándolo le dice: ¡Oiga! ¿Usted fue directivo de esta Institución verdad? Es el doctor … perdón no lo conocí ¿Por qué no me dijo que era Usted para pasarlo? Muchas gracias – el comenta- acudo como paciente, no como lo que antes fui, no se preocupe. Le agradeció de nuevo, una vez concluido el estudio. Al salir del pasillo – singular sala de espera- hacia las escalinatas para bajar de un segundo piso, se encuentra un par de enfermeras y lo saludan: ¡hola doctor …! ¿cómo está, cómo se ha sentido después de la colocación de Stent, que anda haciendo por acá; extraña al Instituto? Muy bien muchas gracias, no, no lo extraño, le tengo mucho cariño y agradecimiento al Instituto -les dice-, vine como paciente ya ven, tarde o temprano caemos enfermos. Le sonríen -diciéndole- cierto, queramos o no la mayoría “caemos” como usted dice. Se despide de ellas. 

Al estar en la planta alta, lo saludó un viejo empleado de intendencia, que el reconoció, lo mismo hizo una enfermera, un colega médico y personal de Trabajo Social y dos Técnicas en Atención y Orientación al Derechohabiente: ¡hola doctor, que gusto verlo tan bien!

Siente de nuevo que su “desvanecida” figura, se va haciendo poco a poco perceptible ante los ojos de quienes lo saludan con afecto. 

Regresó a las 16:30 hs, de ese mismo día a la segunda consulta con un joven cardiólogo, que amablemente lo trato de TU. A pesar que esperó dos horas para que lo consultaran, se sintió satisfecho. Se encontró con otro compañero de intendencia, que tenía poco tiempo jubilado y la enfermera asistente del aquel joven cardiólogo, también lo reconoció.

Su percepción que de sí mismo se tenía, era errónea. Existe, vive, sigue siendo una objetiva persona.

Retornó feliz a su hogar, a charlar con su querida esposa.   

raulhcampag@hotmail.com            

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