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Por si no lo recuerda, el INIFAP es el Instituto Nacional de Investigaciones Forestales, Agrícolas y Pecuarias, que si bien nació con este nombre apenas en 1985, hijo de la fusión de tres institutos, en realidad tiene una historia que se remonta a siete décadas, con la misión central de usar la ciencia para apoyar al campo mexicano.
Como habitante de una urbe he tenido escaso contacto con esta institución. Lo más que recuerdo es una serie de exposiciones sobre la operación del INIFAP en un seminario al que asistí hace varios años. Pero ahora recibo, en un correo amplio, malas noticias.
Una búsqueda en Google revela que el instituto no es un elefante blanco: las noticias que aparecen sobre él siempre están ligadas a progreso y aplicaciones valiosas en el campo. La más reciente que recuerdo habla de un proyecto para mejorar en San Luis Potosí los genes del chile seco. Pero entre esas noticias hay también otras, como una sobre el envejecimiento de la planta de investigadores.
Paso ahora al correo que me envió un investigador cuyo nombre dejaremos a un lado. Él cuenta que en el INIFAP, como en tantos sitios, los años han sido sinónimo de una paliza: las reestructuras han implicado siempre quitarle recursos, castigar a los investigadores, hacer más con menos.
Hace tres años, platica el investigador, se contrató a una nueva generación de científicos, para iniciar una transición y no dejar caer los trabajos. Los contratados se la han fletado para estar a la altura de la historia institucional, y todos coinciden en su calidad. Pero han estado trabajando a base de contratos fijos de uno a seis meses.
La historia sigue el curso que usted se imagina: los investigadores del INIFAP ganan poco, tienen pocas prestaciones, cada vez menos. Y al fin la hebra se reventó y un grupo de científicos se decidió a formar un sindicato. Las instituciones padres, la Sagarpa, Hacienda, vieron esto con malos ojos, pero al fin las autoridades laborales los sentaron para negociar un contrato colectivo de trabajo.
Para no hacer larga una historia de por sí triste, el investigador dice que los tiempos y hechos se dieron de modo que a la hora buena, la negociación se dirimió de una forma brutal: el INIFAP le avisó a cerca de 300 científicos (sin base y no sindicalizados) que habiéndose terminado sus minicontratos, no se les renovarían. Debían abandonar las instalaciones. Bye.
La amarga conclusión del investigador es tan frustrante como esperable en este México nuestro:
“Cualquiera pensaría que entre más tiempo dedicas al estudio mejores ingresos tendrás, pero en estos casos, parece que es al contrario. ¿Sabes qué puedes lograr estudiando una licenciatura, una maestría en ciencias, diplomados, cursos de idiomas y de actualización constante? R: Un sueldo de 4 mil 500 pesos quincenales y una patada en el trasero después de algunos años de trabajo productivo en el INIFAP”.
Uno de los científicos del INIFAP (desarrollador de unas 20 variedades de maíz, como respaldo a su labor) expuso hace días a la prensa algunas causas del descontento de la planta investigadora. Entre ellas, que el director de la institución nominalmente gana 161 mil pesos, que los funcionarios sí tienen seguro de gastos médicos mientras los investigadores no.
Pero sobre todo que la institución no quiere firmar un contrato colectivo de trabajo.
José Sarukhán, un científico mexicano que no necesita presentación, escribió apenas ayer que no debe continuar el desmantelamiento de la capacidad de investigación para el campo. “Por razones de seguridad nacional, hay que revivir la capacidad propia de investigación en las áreas que son esenciales para la seguridad alimentaria de México”, apuntó.
Seguramente la situación del INIFAP es más complicada de lo que sugiere el correo del investigador afectado. Pero ciertamente el caso debe ventilarse más abiertamente, y urge hacer caso de la opinión de Sarukhán.
México lo merece, y sus científicos lo necesitan.
