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La dichosa palabra

Tere Padrón
Miércoles 02 de Marzo de 2011
 

Al principio era el verbo y el verbo se encarnó y habitó entre nosotros….
Juan 1:14

Nunca como antes, por lo menos de manera general, habíamos asistido a tal deterioro del lenguaje. Hace algunas décadas, entre los diferentes grupos sociales, escuchábamos un argot propio. Los médicos tenían su propia jerga, los burócratas otra, los niños y los jóvenes las suyas, las madres de familia y los maestros también. Sin embargo, en el lenguaje cotidiano, el que nos es común a todos, se usaban palabras sencillas pero adecuadas para aludir a tal o cual cosa, a tal o cual situación y la comunicación fluía sin mayores sobresaltos. Cuando un vocablo nuevo era introducido, éste era casi siempre asimilado poco a poco y se refería, sobre todo, a algún invento tecnológico, científico o a algún fenómeno social sin precedentes. A veces también designaba alguna novedad en el terreno de la moda o de alguna corriente artística, como un nuevo tipo de composición musical o estilo de pintura o de literatura.

El lenguaje es lo que nos distingue de los animales. La capacidad no sólo de articular y emitir sonidos, sino de formarnos conceptos abstractos al nombrar objetos a través de signos tan complejos como lo son las palabras, es lo que nos ha permitido “evolucionar” y sobresalir con respecto de, por ejemplo, la mayoría delos primates. La palabra, hablada o escrita, es nuestro rasgo característico. Con las palabras asimos el mundo que nos rodea. Con ellas manifestamos odio, amor, furia, rencor, pasión, asombro, admiración, respeto. Con las palabras hablamos con Dios, a través de la oración.

Hoy, tristemente, vemos cómo las palabras han perdido su sentido real, su valor, su peso y, lo que es peor, han cedido su lugar a una serie de barbarismos, groserías y maldiciones con las cuales nos referimos a todo cuanto nos rodea. Y esto no es exclusivo de un sector de la población. Hoy en día, no hay distinción (al menos en cuanto al vocabulario) entre un albañil y un egresado de una universidad de prestigio. Con todo el respeto que me merecen los albañiles y sin afán de menospreciar su profesión, que es tanto o más útil que muchas otras, los pongo como ejemplo porque hubo una época en que en el imaginario colectivo eran los albañiles el estrato más bajo en la esfera social urbana y dentro del cual era más común escuchar el tipo de palabras que ahora están “de moda” entre los chavitos y chavitas  “nice”, entre las amas de casa tipo “desperate housewives”, entre los maestros, médicos y profesionistas clase media y alta. Si no se dicen groserías, no se es “cool”; si no decimos “wey”, “qué weba”, “no manches (o peor)”, no somos “nice people” (nótese que también están de moda los anglicismos). Sin embargo, entre todas esas malas palabras, hay una que parece haberse instalado muy adentro de nuestra sociedad, sobre todo acá, en el Norte. Sí, efectivamente, la que comienza con “v” y que en la antigüedad designaba al mástil más alto de una embarcación  mercantil o también para referirse a una medida equivalente a dos codos.

La “dichosa palabra” se ha vuelto tan común que los maestros universitarios no sólo parecen no darse cuenta de que sus alumnos la usan indistintamente para nombrar todo, sino que ellos mismos la dicen. Los padres de familia ya no reprenden a sus hijos por decirla, sino que les “festejan” su vocabulario florido y se convencen de que “así son los chavos ahora”. Entre los niños, por ejemplo, decir o no decir “la dichosa palabra” es lo que determinará que sean o no aceptados en el círculo de amigos al que quieren entrar. Entre los “hombres”, es simplemente cuestión de eso, de virilidad, de hombría, de valentía, de fuerza. Quien no la dice, no es hombre, por lo menos en el sentido en que ellos conciben lo que debe ser un hombre en la actualidad. Porque en mi niñez, el concepto de hombre (por lo menos de adulto responsable y maduro) era el de alguien que se comportaba de acuerdo a su edad, que hablaba de cosas interesantes con sus amigos (todos de su edad, por cierto); que se reía discretamente de algún chascarrillo “subido de color”, que sabía responder por su familia, imponer su autoridad y hacerse  respetar por sus hijos sin necesidad de darles muchas explicaciones ni poniendo pretextos para justificar su propia conducta, sino simplemente predicando con el ejemplo.

Y yo me pregunto, ¿ser hombre es sinónimo de ser grosero, rudo, gritón y fantoche? ¿Ser hombre es alardear de quién la tiene más grande (la camioneta, digo)? ¿O fanfarronear de cuántas “viejas” tenemos o a cuántas mantenemos?  Yo, como mujer, más bien pienso que ser hombre es algo muy complejo, muy difícil y que no tiene nada que ver con la idea que de hombre tenemos actualmente. Un hombre es alguien que asume su responsabilidad con valentía, que sabe argumentar, discutir, discernir, ponderar, antes de emitir un juicio. Un hombre es quien sale todos los días de su casa con la plena convicción de que es útil no sólo para su familia, sino para la sociedad en la que se desempeña y que hace su trabajo lo mejor posible. Un hombre de verdad es quien acepta su vulnerabilidad, su incapacidad de solventar u enfrentar él solo los problemas cotidianos y de valorar la ayuda que en ese sentido le ofrece su compañera (o compañero). Un hombre es quien respeta y se hace respetar no con gritos, golpes ni insultos (mucho menos a punta de balazos), sino sirviendo de modelo, llevando una vida buena, en todos los sentidos.

Este concepto de hombre está muy lejos de ser el que prevalece en nuestra sociedad. Hay un “culto al falo”, tan arraigado entre los “hombres” (nótense las comillas), que no pueden dejar de decir la “dichosa palabra”. ¡Ah! Pero estos machitos están convencidos de que este privilegio debe ser exclusivo de ellos, de los “batos”. ¡Ay de la vieja que se atreva a decir  “la dichosa palabra” delante de ellos! ¡Le rompemos el hocico! –dicen. Y ¿por qué precisamente, de entre las miles de malas palabras que sabemos, tuvimos que elegir “esa”?

El filósofo Héctor Islas Azais, especialista en cuestiones de ética y filosofía del lenguaje, nos dice, en su ensayo titulado “Lenguaje y discriminación”, que las palabras, no sólo sirven para nombrar lo que nos rodea, sino que con ellas expresamos ideas, sentimientos, percepciones de la realidad. Que el lenguaje que usamos determina nuestra percepción de la realidad, pero también, en cierto sentido, “crean” la realidad que nos circunda.  Cito: “Las palabras, más allá de ser herramientas clasificatorias, y más allá de sus consecuencias políticas y morales, importan porque el lenguaje influye en nuestra percepción dela realidad, condiciona nuestro pensamiento y determina nuestra visión del mundo…. Las palabras importan no tanto por lo que hacen, sino por lo que nos hacen” (las cursivas son mías).

Si la tesis de Islas es cierta, significa que nuestra idea del mundo es no sólo pobre, vacía, carente de sentido, sino que es, peor aún, algo que no tiene valor alguno o, más bien que su valor equivale a algo que designamos con “la dichosa palabra”. Y si es así, entonces estamos incapacitados, tanto verbal como intelectualmente, para apreciar la vida en su justa dimensión, para concederle un valor intrínseco, para admirar la belleza, para sorprendernos ante la maravilla que nos rodea. Y este desprecio por la vida en general pero, sobre todo, por la vida propia, nos condena a ser cada día más bestias, menos hombres. A seguir inmersos en la estupidez, en la violencia, en la brutalidad y en la ignorancia.

Porque cuando una palabra se ha instalado tan hondamente en el lenguaje cotidiano de un pueblo y se ha convertido en parte de su cultura, es reflejo de lo que ese pueblo piensa y cree de sí mismo y de los demás. Es reflejo del aprecio o el desprecio que ese pueblo o esa cultura tengan por la vida. Y yo me niego a creer que la vida, tan valiosa como es para mi, pueda ser aprehendida con “la dichosa palabra”. Más bien, creo firmemente que la vida debe de sacralizarse,  o, desde el agnosticismo, de apreciarse por lo que de inaprensible y misteriosa nos resulta. Si no tenemos esa idea de la vida, jamás la valoraremos en su justa dimensión y, por lo tanto, tampoco tendremos las palabras justas para nombrar todo lo que significa.

Teresa de Jesús Padrón Benavides

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