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Arraigo en la frontera norte

Carlos Monsiváis
Domingo 27 de Enero de 2008
 
Venimos huyendo de identificarnos todo el día con nuestra identidad

¿Cómo se forman y se transforman las ideas básicas y los hábitos mentales de las comunidades fronterizas de uno y otro lado? ¿Cómo seleccionan sus tradiciones mexicanas los aleja-dos del Centro?
¿Cuántos hábitos regionales le corresponden a una persona? ¿Qué saberes acumulados les sirven a los recién llegados a la frontera ante humillaciones, esperanzas de acomodo, la ilusión del tránsito al otro lado, las frustraciones y los encantos y desencantos?
¿Qué conocimientos les son indispensables a los migrantes y a los que lo son sin moverse de su sitio al estructurarse la noción de cruzar la frontera a partir del hartazgo del sedentarismo? ¿Cómo se vive la conciencia de los cerros (arquitectura incluida) de los que allí viven esperando el cruce, y cuál es la diferencia entre una colonia popular y un gueto?
¿De qué modo interiorizan los mexicanos las reglas de la sociedad anglo? ¿Cómo se reconocen, adaptan, asimilan, e incorporan los migrantes a la movilidad social de Estados Unidos y a la no menos intensa de la frontera norte?

Los riesgos extremados, el conteo de cadáveres, la violencia radical del narcotráfico se añaden irremisiblemente al concepto y las realidades de la frontera.
No constituyen la esencia de modo alguno —las sociedades arraigan en su laboriosidad, su poder industrial y comercial, su desarrollo educativo— pero son algo más que la circunstancia, son la evidencia cotidiana del otro mercado de trabajo, la otra zona de las jerarquías de la vida y de la muerte.
Las ejecuciones de jefes policiacos, el miedo en que se vive porque el azar (con armas de alto poder) no discrimina, las anécdotas que constituyen la pequeña Historia o, en el caso de algunas ciudades, la Historia a secas, todo el fenómeno del narco enturbia vigorosamente la idea de la frontera.

¿Quién se olvida del narco si ve al Ejército en las calles, si atiende el sonido de las ambulancias, si no encapa del estrépito de las ocho columnas y los noticieros?
En tiempos del auge del desempleo el narco es un empleador obstinado; en la hora de la inmovilidad social el narco centuplica los ascensos económicos; en el torbellino del rencor y el resentimiento el narco construye un desahogadero no menospreciable. Ignoro si es verdad, como tanto dicen, que el narco es un Estado dentro del Estado, lo que sí se advierte, y categóricamente, es su carácter de versión monstruosa la prueba del espíritu trágico pese a todo: en la desesperación cualquier suicidio es bueno, y más si, por razones del oficio, lo antecede la obligación de asesinar. De todas las catástrofes del país, el narco es la más devastadora.

¿Cómo acercarse a la mentalidad que rige la pertenencia al narcotráfico y no entender su florecimiento en la frontera?
A diario, y de modo muy resumido, las noticias sintetizan en dos o tres líneas, con nombres que nada significan, las vidas de campesinos expulsados del campo, de vagabundos de las colonias populares ansiosos de consagrar la oportunidad al alcance, de mujeres cuya independencia incluye la abolición del miedo y las precauciones.
Son familias enteras que se unen en el negocio, son grupos de jóvenes que ratifican su gana de no separarse, son sectores de los pueblos que ingresan a su destino irreparable por la necesidad y por el desvanecimiento de los prejuicios...

Lo propio del capitalismo salvaje, el exterminio de los escrúpulos, se traslada a los jóvenes del narco (en este ámbito alguien de 40 años es un feliz sobreviviente) que, también, han sido policías, agentes judiciales, seres entrenados en el riesgo de la vida, en la descalificación de la humanidad de los detenidos, en la identificación de realidad y películas o programas de televisión. Intensidad, uso de las armas, exaltación al recurrir a la tortura, obediencia a las órdenes de exterminio, todo lo que se sabe por los periódicos, el alud de rumores en los pueblos, la conversación circular en la frontera.

En el caso de los grupos y las personas de origen mexicano, ser “hombre o mujer de frontera” en Estados Unidos, ha significado la sujeción histórica a las presiones contra lo “secundario”, “advenedizo”, “indeseable”.
Esto se modifica pero de ningún modo con la equidad exigible. ¿Y en qué momento los mexicanos ya no son “recién llegados”?
Antes de los 90, así hayan transcurrido dos o tres generaciones de una familia hispana, y a sus integrantes todavía se les adjudica la pertenencia al Browntide. Los descendientes de los emigrantes se aferren o no al gentilicio (mexicanos), verifican entre sus herencias la costumbre de ser explotados.
Otra historia, alejada de los libros de texto, acompaña a los hispanos: la conciencia no muy clara, jamás oscurecida de pertenecer a un pueblo (hasta hace poco se decía “una raza”) identificado perennemente con el botín a la disposición de poderosos, y que, de pronto, sin desistir de sus tradiciones de debilidad se vuelve una comunidad.
Culturalmente, conviene examinar el tránsito de pueblo a comunidad. La suerte de los mexicanos en Estados Unidos no ha dependido de “inferioridad natural” alguna, o de barreras culturales internas, sino de la voluntad económica y política que el racismo imbuye de soltura psicológica y carencia de escrúpulos.
Desde el atraso cultural y moral de quienes lo ejercen, el prejuicio racista legitima el apetito de rapiña.
Esta sería la lógica: “Si los declaro inferiores, no tengo por qué responder de mi conducta, ni tengo ante quién hacerlo.
Si niego con virulencia la cultura y los recursos espirituales de los greasers, tendré la aprobación de los convencidos históricamente de un criterio: nada civiliza tanto a los salvajes como ser objeto del saqueo.
De entre los pobres de los países subdesarrollados, sólo los que han sido víctimas del despojo consiguen asomarse en algo a la modernidad. Y viéndolo bien lo que hacemos no es despojo sino apropiación justa”. Un monólogo típico del racismo.

¿Dónde se localiza el momento del cambio?
Al transitar cultural, sociológica, psicológicamente las comunidades y los individuos de “ilegales” a “trabajadores sin papeles en regla”.
Las movilizaciones que han inquietado tanto a los racistas, la fusión de distintas nacionalidades en lo hispano, son posibles porque lo indispensable es la capacidad de trabajo, porque de allí se extraen las convicciones más intensas y la obstinación más duradera.
El que o la que profundiza en sus derechos laborales inicia la disolución interior de su frontera determinista.
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