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Manuel Espino B.

Manuel Espino B.
Jueves 05 de Abril de 2007
 
En el debate concitado por la insistencia del PRD de despenalizar el aborto, el punto ético-jurídico fundamental que deben atender los legisladores se encuentra en la cualidad que reconozcan al embrión.
Es el debate de la praxis que niega la humanidad de éste, con base en la ambigua noción de preembrión propuesta por la embrióloga Anne McLaren en 1986, y de la ciencia médica que ha demostrado que en un óvulo fecundado hay una nueva vida humana, pues nada sucede a lo largo de la gestación que modifique o complemente su esencia.

La discusión va más allá de un simple enfoque médico o social.
Tiene que ver con la cultura de la vida, con la certeza plena e inobjetable, soportada en un análisis biológico completo, de que el embrión humano es persona aunque no se vea plenamente desplegada su personalidad, que es fruto de la generación humana desde el momento de la concepción y merece el respeto incondicional que se debe a la vida del ser humano, que debe ser tratado como persona desde que el óvulo es fecundado, es decir, desde la formación del cigoto, porque no es una cosa ni un mero agregado de células vivas, sino el primer estadio de la existencia de un ser humano.

Si a partir de la fusión de los gametos del hombre y la mujer, el embrión vivo es un sujeto humano con una identidad bien definida, el cual comienza desde ese momento su propio desarrollo, coordinado, continuo y gradual, como individuo humano tiene derecho a su propia vida.
Y si nadie es dueño de la vida, ni de la muerte, quienes van a legislar en un tema tan delicado, no pueden sólo recurrir al uso ideológico e instrumental de argumentos que justifican el desprecio por la vida humana y que, a posteriori, fortalecen la ola de barbarie contraria a su eminente dignidad.

Es obligación del legislador procurar que la ley civil garantice el bien común de las personas mediante el reconocimiento y la defensa de sus derechos fundamentales.
Es su deber partir del principio de que el derecho a la vida es inviolable, y que por ser fundamento de todos los demás derechos, debe ser respetado, garantizado y protegido por el Estado y la sociedad. No puede ser objeto de manipulación ni de las agresiones que conducen a su destrucción y eliminación.

El legislador debe asumir que en ningún ámbito de la vida la ley puede sustituir a la conciencia ni dictar normas que excedan la propia competencia. La ley a veces deberá tolerar, en aras del orden público, lo que no puede prohibir sin ocasionar daños más graves.
Sin embargo, los derechos inalienables de la persona deben ser reconocidos y respetados por parte de la sociedad y de la autoridad política.
Estos derechos del hombre no están subordinados a nadie, y tampoco son una concesión de la sociedad o del Estado, pertenecen a la naturaleza humana y son inherentes a la persona.

Si como algunos sugieren, la ley privase a una categoría de seres humanos de la protección que el ordenamiento civil les debe, el Estado estaría negando la igualdad de todos ante la ley.
Cuando el Estado no pone su poder al servicio de los derechos de todo hombre o mujer, particularmente de quien es más débil, como los no nacidos, se quebrantan los fundamentos mismos del estado de derecho.

La razón de ser de la acción política y del Estado es el servicio al ser humano. Una democracia tiene su fundamento en la defensa y promoción de los derechos de todos los miembros de la comunidad, especialmente los más débiles. Por lo tanto todo cuanto atente contra la vida, así sea la ley, representa la claudicación del Estado democrático.

Sin prestarse a los artificios que oscurecen, envilecen, engañan o deforman su misión, cada legislador, que también fue embrión, debe contribuir a que la humanidad siga caminando hacia su pleno desarrollo, siempre en el descubrimiento y afirmación crecientes de sus derechos.
No es cuestión de votos, ni de credos, sino de dignidad. Es deber de Estado de todo legislador bien nacido defender la cultura de la vida con espíritu de rectitud. Presidente nacional del PAN
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