Somos corruptos, ¿y qué?
Raúl Cremoux
Martes 01 de Diciembre de 2009

Llegó desde Berlín la noticia. En esa ciudad se reunió Transparencia Internacional para calificarnos como empecinados en obtener el campeonato de la corrupción. Nos pusieron en el mismo nivel que Ruanda, Malawi y Lesoto países que, gobernados por verdaderos trogloditas, han hecho de Africa el reino de la intolerancia, el hambre, la guerra y la desesperación.

Nos sabemos corruptos y hasta de esa conciencia hemos hecho una bandera.

“Quien no transa, no avanza”, se nos enseña desde el parvulario y no termina sino hasta el fin de nuestros días. Prácticamente no pasa día sin que conozcamos en los medios de difusión el escándalo —que ya no lo es— de hoy que supera al de ayer.

La acumulación de datos, fechas, nombres que dan pie a nuestra dilatada y siempre eficiente corrupción están ahí para quien quiera masticarla y digerirla.

¿En qué consiste nuestra corrupción; entre quiénes se da; cómo se logra? No descartemos nada. Pareciera que se requieren dos para lograrlo. Quien otorga y quien recibe.

Los ejemplos más gastados se dan entre un particular y un representante de la autoridad. Por supuesto, también entre particulares y entre autoridades. Se da el fenómeno entre personas del mismo género, del mismo o diferente rango social, cultural. Incluso se da entre miembros de la misma familia. Nada ni nadie se descarta.

Hemos aprendido que el aceite que lubrica la maquinaria de nuestras relaciones es la corrupción. Cultivamos y heredamos ese vicio; llegamos a defenderlo y hasta proclamarlo. No es excesivo decir que a la corrupción la hemos convertido en nuestra segunda naturaleza… ¿o es la primera?

Y no se trata sólo de intercambio económico, no se circunscribe al hecho de torcer caminos que, colectivamente o en forma individual nos lleven a obtener lo que queremos.
El asunto es más profundo. Sabemos que las leyes y reglamentos que nos hemos dado son salvables y comprables.

Tenemos conciencia de que todo lo podemos obtener, ya que todo es vendible y todo es sujeto de oscuras negociaciones. Negociaciones que nunca verán la luz del día y si así se diera, ni vergüenza nos provocaría. Tal y como lo constatamos diaramente.

Cuando observamos las listas, encuestas y estadísticas que organismos internacionales facturan y en donde nuestro país está entre los peor calificados, lo mismo en comprensión de matemáticas, en falta de competitividad o francamente en índices negativos de corrupción, nuestra respuesta es sonreír e internamente quizás burlarnos de esas mediciones. “¿Así somos y qué?”.

Lo peor radica en que cuando nos preguntamos sobre el porqué de nuestro triste papel como nación en el concierto del mundo, empleamos argumentos de primera lectura y nada más.
Le achacamos nuestros males a la merma del pozo Cantarel, a la debacle económica internacional o la influenza porcina.


Jamás reconocemos que estamos hundidos en la falta de vergüenza, en nuestra nula capacidad ética y en el gozo que nos produce la irresponsabilidad.

 
 

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