In memoriam Francisco Moncada Acevedo
Las matemáticas, como el tiempo, son implacables. Resulta que rebaso ya en más de 30 años la edad que mi papá tenía al morir. Pero el tiempo y las matemáticas nos hacen el mandado porque el recuerdo se conserva fresco.
Uno no se acostumbra a la ausencia de los seres amados, aunque cada vez hable menos de ellos. O tal vez por eso mismo, pues mientras otros comparten con nosotros los recuerdos, las imágenes, las evocaciones, esos seres que nos dejaron son menos nuestros porque nos vemos obligados a compartirlos.
Pero quienes fueron sus amigos o sus vecinos los echan de la memoria para hacer sitio a sus propios seres amados, y los van olvidando, o simplemente esos amigos y vecinos mueren también y se llevan sus recuerdos. Y nos dejan completos los nuestros, y nos volvemos egoístas y monopolizamos a nuestros muertos para que sólo sigan existiendo en nosotros.
Yo cuento a veces cosas de mi papá, pero no cosas importantes, porque éstas no veo por qué y para qué deben conocerlas los demás. Son importantes pero no complicadas, por ejemplo –voy a mencionar una como botón de muestra--, que no le dije nunca “padre” sino papá. Tal vez a usted le parezca raro que un hombre llegado a los 90, como es mi caso, no le diga padre a su padre sino papá, pero aún debo añadir que mi placer íntimo es agregar el posesivo y decir mi papá. Ese pequeño adjetivo lo aísla de todos los demás y subraya que me pertenece y que lo guardo y lo escondo en lo más secreto de mi pensamiento.
Mis hijos me dijeron papá desde que comenzaron a balbucear sílabas, y sólo al atravesar las indecisiones y timideces de la adolescencia, alguna ocasión se apenaron de ser cariñosos, o imaginaron que podrían parecer infantiles, y ante extraños me llamaron padre. No tardaron en regresar a la palabra familiar papá.
Es cierto que papá se oye infantil, pero también se oye hermoso. Más, creo que mamá, porque mamá lleva implícitos el respeto y la admiración a un ser de quien, por su sexo, no se puede esperar más que ternura y que hay que corresponderle con actos y palabras. Pero que un hombre adulto se dirija a otro hombre adulto, quizá mal encarado, de presencia áspera duro carácter, con el dulce papá, debe ser la razón de que los ríos se mantengan en su cauce, los planetas en sus órbitas y el sol como rey del espacio infinito.
Cuando ya no esté en el mundo, si puedo oír desde el más allá, no la voz, siquiera un murmullo de lo que hablan mis hijos, sentiré que no habré vivido en vano si les escucho que me citan, por alto que hayan llegado, por mucho que se hayan endurecido, con las dos palabras con que recuerdo al mío todos los días: mi papá.
carlosomoncada@gmail.com