Emiliana de Zubeldía, el fuego
Carlos MONCADA OCHOA
Miércoles 28 de Mayo de 2025

La maestra Emiliana de Zubeldía murió el 26 de mayo de 1987 y el 28 publiqué el texto que sigue:

Emiliana de Zubeldía entraba como el fuego. Quemaba y obsesionaba con su conversación. La escuchábamos el heterogéneo grupo que todos los días, a las 12 horas, asaltábamos una mesa del Hotel de Anza. Nos reíamos y se reía. Qué lindo humor. Qué agudeza para captar la segunda intención de cada frase. Qué tolerancia para nuestras limitaciones. La respetábamos pero se conducía como una compañera. Se negaba a que pagáramos su cuenta. Había que insistir. Éramos estudiantes de Agricultura, Derecho, Bellas Artes, y ella no rehuía ningún tema.

Emiliana de Zubeldía no era como el fuego. Era el fuego. ¿Les tocó a ustedes oír una vez los regaños a sus alumnos? Amenazaba meterse en ellos, en sus venas, su cerebro, para obligarlos a sentir lo que ella por la música. Odiaba la flojera, la improvisación, la irresponsabilidad, la desatención. Tronaba, lanzaba rayos, hacía erupción, era nervio, pasión, vendaval. Pero un minuto después se tranquilizaba y volvía a la amabilidad y la tolerancia. Era fuego bueno.En 1952 estrenamos un programa sabatino de música y poesía en la radio. Estudiantes sin recursos económicos, le pedimos que tocara en el primer programa. Se quedó a tocar en todos. Con los exámenes encima, a las cinco o seis semas de trasmisión (aprovechados de la generosidad de don Remigio Agraz) buscábamos un pretexto para arrojar el arpa. Imposible. Emiliana de Zubeldía, el fuego, nos arrastraba y nos incendiaba con su entusiasmo y su puntualidad. No le fallamos.

Emiliana era el fuego y comenzó a apagarse con lentitud. El viento que solía avivar la llama ganaba desde hacía meses la batalla. Sus ojos se asomaban ya a otros mundos. Los rostros habían perdido sus nombres. Sólo las voces del coro la ataban con delgados cables de nostalgia a la vida. Se iba apagando. Hace unas semanas era una llamita. Era extraño verla tan ausente, tan pequeña e indefensa en su delgadez transparente. El viento soplaba y reducía cada vez la llamita. Las manecillas del reloj daban saltitos. Y todos esperábamos, esperábamos.

Emiliana de Zubeldía era el fuego. Ardía a su derredor. Quemaba palabras y días y convertía la energía en energía. Nos enteramos de su muerte anteayer. La llamita se había apagado. ¿Puede reducirse a nada el talento, el genio? Ayer, mientras fluían los sonorenses a despedirse, entendimos que el viento ha sido engañado. Sopla para apagar la llama y la llama desde ayer por la tarde vuelve a crecer. Se ha vuelto llamarada. Jamás podrá ser apagada. ¡Emiliana de Zubeldía es el fuego!

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