El camarada Raúl
Ramón Alfonso Sallard
Viernes 04 de Julio de 2014

Ramón Alfonso Sallard

Recuerdo la escena como si fuera ayer. El 18 de octubre de 1989, las decenas de oradores que hablaron en contra del acuerdo, parecían haber convencido al pleno. Los aplausos, cada vez más sonoros, así lo indicaban. El tono y los adjetivos subían de nivel. Varios connatos de pleito se habían registrado, lo mismo en el templete que abajo, entre los asistentes, y aun en las calles aledañas.

Los ánimos estaban caldeados. Las pasiones a flor de piel. El auditorio del Sindicato Minero Sección 65, desbordado quizá por miles. Cananea toda parecía estar en el recinto y sus alrededores. Era el Día D. Inamovible la postura del gobierno. No habría ni un ofrecimiento más. Si no se aceptaba el acuerdo, la compañía minera se retiraba de la mesa de negociaciones y el conflicto podía prolongarse de manera indefinida, con el riesgo de que el Ejército retomara posiciones y estallara la violencia.

La Comisión Negociadora, el Comité de Huelga y el Comité Ejecutivo habían hecho malabares para obtener lo prioritario y después lo importante. Sólo habían cedido en lo accesorio. Era un acuerdo impensable el 20 de agosto de ese mismo año, cuando miles de soldados tomaron por asalto la empresa minera, como paso previo a la declaración de quiebra, que se emitió en la ciudad de México. Los días de intensa lucha y resistencia de la población, la convicción y el orgullo de los mineros, y la solidaridad nacional e internacional, habían doblegado por primera vez a Carlos Salinas. Pero aquellos días de intensa política, de estrategia pura y del más admirable ejercicio de la inteligencia, estaban a punto de irse a la basura.

El protagonismo, el dogmatismo y la insensatez habían ganado terreno. El rumbo de la asamblea parecía definido por el no, cuando el coordinador de la Comisión Negociadora solicitó la palabra. Al principio, su voz se perdía entre las miles de gargantas que gritaban al unísono. Poco a poco se fue haciendo el silencio. Un silencio respetuoso para escuchar al abogado. ¿Qué dijo? Ni una sola de sus frases contundentes guardo en mi memoria. Sus argumentos quedaron impresos en el ejemplar del día siguiente de La Jornada, diario para el que trabajaba yo entonces. Pero la forma en que lo dijo, esa sí, me es inolvidable.

Raúl Sáinz Cota fue siempre un orador incendiario. Por eso, por su liderazgo y por su honestidad política, el régimen le tuvo miedo en 1982, cuando fue postulado por el PSUM como candidato a la Presidencia Municipal de Cananea. Sólo el fraude electoral impidió que se convirtiera en alcalde. Fue tan burda la manipulación en favor del aspirante priista, que en esos comicios hubo muchos más votos que votantes registrados. Pero esta vez no era un simple cargo político lo que estaba en disputa. La población entera se jugaba su futuro en un solo acto. Así lo entendía el asesor sindical. El problema era convencer a los necios.

Raúl puso en práctica, entonces, su más profunda convicción: el poder real emana del pueblo. Desde ese recinto, donde se tomaban democráticamente las decisiones al interior del sindicato; donde era posible la convivencia entre izquierdas y derechas, se dirigió a todos los cananenses, constituidos en Asamblea Popular, fuesen o no mineros. Les habló con pasión contagiosa. Los obligó a reflexionar. A hacer uso de la razón. En unos cuantos minutos los convenció. Varias veces su discurso improvisado fue interrumpido por los aplausos. De inmediato se sometió a votación el acuerdo. No hubo necesidad de contar. El respaldo, abrumador, se manifestó de manera festiva y escandalosa. Aquello fue un torrente largamente contenido. Una catarsis. Sáinz Cota fue el héroe de esa jornada inolvidable. Casi sale en hombros del auditorio.

Pero la vida es dura y los compañeros de ruta, aún más. Unos cuantos años después de la batalla épica por Cananea, Raúl fue expulsado del partido. ¿Los cargos? Absurdos y de mala leche. Los sicofantas –algunos de los cuales, por cierto, se dolieron de su muerte--, asumieron una posición de superioridad moral y lo condenaron a la exclusión, sin entender lo que eso significaba para un militante de tiempo completo como él.

Cierto que las burocracias son iguales en todas partes: se reproducen a sí mismas, a fin de proteger sus intereses e impedir ser desplazadas. No importa que el costo para la organización, a largo plazo, sea alto: las burocracias siempre se ensañan con los mejores, como Raúl. Y es que los modernos torquemadas sólo buscan cargos, presupuesto y prebendas. La doble moral de los castos y puros de izquierda, en nada se diferencia de la que practican los conservadores de toda laya. Pertenecen a la misma estirpe del tristemente célebre Serrano Limón, descubierto in fraganti comprando tangas con dinero del erario.

En sus inicios, Raúl veía al PRD demasiado rosita y dominado por los nacionalistas del PRI. No obstante, en mayo de 1989 se inscribió en el padrón de militantes. ¿Por qué lo hizo? Simple y sencillamente porque la nueva organización surgió de la disolución del PMS, fruto, a su vez, de la fusión del PSUM con diversas agrupaciones socialistas.

El Partido Comunista Mexicano, fundado en 1919, había sido la columna vertebral de ese largo proceso de unificación de las izquierdas en nuestro país. Por herencia paterna, Raúl militaba desde muy joven en ese partido, proscrito por el régimen hasta fines de los 70, cuando la reforma política de López Portillo y Reyes Heroles lo sacó de la clandestinidad. El abogado laboralista había recorrido la ruta completa, como  uno de los principales cuadros del PC, luego del PSUM y finalmente del PMS.

Pero en el PRD, a las primeras de cambio, Raúl fue ninguneado por los recién llegados. Su expulsión le dolió hasta el tuétano. Mi impresión personal es que nunca se repuso. El nombre de la organización era lo de menos. Lo de más era la pertenencia a una causa superior. Para él, como para muchos militantes que en su momento asumieron con fe y sacrificio la nueva religión laica simbolizada con la hoz y el martillo, El Partido –así, con mayúsculas--, lo era todo. Yo no entendía en esa época el sentimiento de desolación de mi amigo. Era muy joven. Me faltaba cultura y experiencia de vida. Lo tuve claro al leer, muchos años después, la novela de José Woldenberg, El Desencanto. 

Imposible para los conversos que se apoderaron de las estructuras de ese frente de centro-izquierda que ha sido siempre el PRD, y que desde el principio se planteó la disputa real del poder en México, dimensionar lo que significaba para un militante de tiempo completo la exclusión de la casa que con tanto fervor había ayudado a construir. Para ello tendrían que haber pertenecido a esa comunidad de la fe política que alguna vez creyó posible el surgimiento del Hombre Nuevo, en el marco de una sociedad más justa e igualitaria.

Le perdí la pista en los últimos tres lustros. La vida me llevó a otros lugares. Me alejé de Sonora por largas temporadas. Los encuentros familiares ocurrieron cada vez más en la ciudad de México. De tanto en tanto, sin embargo, tenía noticias de Raúl. Algún presunto amigo mutuo me habló mal de él. Lo paré en seco: “Ese, del que me hablas, es un desconocido. Yo lo recuerdo de otra manera”.

A Raúl Sáinz Cota lo quise y admiré profundamente. Aunque tenía años sin verlo ni hablar con él, siempre ha estado presente. Cada vez que me siento en el comedor de mi casa lo veo, con la bandera nacional y un fusil al hombro, ahí, atrasito de Flores Magón, que arenga a la Revolución, con Regeneración en mano. El periódico lleva como nota principal la huelga de 1906 en Cananea. Ese enorme óleo de dos metros de ancho, por uno y medio de alto, me acompaña a donde voy.  Obviamente, la obra sólo pudo ser concebida por Sosa, su entrañable camarada.

Aquí concluyo. El llanto brota incontenible. Las utopías y sueños que alguna vez compartimos, hoy se pronuncian solamente en voz baja, o en alguna tertulia bohemia. Llanto por Raúl, pero también por uno mismo. Ya lo dijo el poeta: “Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos”.

Mis condolencias a su familia.

Hasta siempre, camarada Raúl.

 
 

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