El escolta que no pudo salvar a Kennedy
Eduardo Suárez | El Mundo
Jueves 22 de Novimiebre de 2012

WASHINGTON.- Durante cuatro años Clint Hill fue la sombra de Jacqueline Kennedy. Ahora publica unas memorias en las que desvela detalles inéditos de la vida cotidiana de la primera dama y hace un relato escalofriante del magnicidio de noviembre de 1963.
 
A Hill le dieron un disgusto sus superiores al decirle que sería el guardaespaldas de la esposa del presidente. Lo asumió como una degradación porque venía de proteger a Eisenhower. Pero sus temores se disiparon en cuanto conoció a Jackie, que lo recibió “muy atractiva y muy embarazada” y con la que enseguida trabó una buena amistad.
 
John F. Kennedy acababa de ganar las elecciones y Jackie estaba a punto de traer al mundo a su hijo John. “No tienen por qué preocuparse”, recuerda Hill que le dijo al conocerle, “salgo de cuentas en un mes y tengo pensado quedarme en Washington hasta entonces. Pero no quiero que nadie me siga el rastro como a un animal”.
 
El libro no incluye una sola palabra sobre los líos de faldas del presidente pero sí muchos detalles sobre la vida trashumante de su esposa, que no dejó de viajar desde su llegada a la Casa Blanca. En ocasiones junto a su esposo y otras veces en solitario pero siempre acompañada por un miembro del servicio secreto.
 
Hill recuerda que Jackie dio a luz unos días antes de la toma de posesión de su esposo y cuenta cómo le tocó inspeccionar los ramos de flores que llegaron al hospital. Incluido un centro gigante sobre un burro de cerámica con una tarjeta de Frank Sinatra.
 
A Hill le tocó quedarse en Palm Beach al cuidado de sus hijos el día en que Kennedy juró el cargo en la escalinata del Capitolio. Pero desde entonces acompañó siempre a la primera dama y se convirtió en su confidente allá donde fue. Jackie le enviaba a comprar maquillaje y le hablaba de su infancia en Europa. Él le ofrecía cigarrillos y se prestaba a jugar al tenis con ella si no estaba su profesor.
 
A Jackie no le gustaba la Casa Blanca y procuraba mantenerse alejada de ella. Le encantaba viajar por Europa y montar a caballo en la finca de los Kennedy. Hill recuerda que volvió encantada de Versailles y desvela que el presidente le llamó al despacho oval justo antes su viaje a Grecia. “Haga lo que haga”, le dijo Kennedy, “no deje que mi esposa se cruce con Aristóteles Onassis”.
 
Hill nunca supo el porqué de la advertencia pero la recordó en el verano de 1963, cuando Jackie le contó que pasaría unos días en el yate del naviero que luego sería su segundo esposo. La primera dama acababa de perder a su hijo Patrick y Grecia le parecía el lugar perfecto para desconectar. El país le había encantado en su primera visita y había conocido al príncipe Constantino, que la paseó en un deportivo azul.
 
El magnicidio
 
El plato fuerte de las memorias del agente Hill es su relato del magnicidio. Jackie le advirtió que estaba sopesando si debía ir. Unos energúmenos acababan de abuchear en Dallas al líder demócrata Adlai Stevenson y la primera dama tenía miedo de que a su esposo le pudiera ocurrir algo similar.
 
El día de autos había llovido y Hill recuerda en el libro que estuvieron a punto de dejar en el garaje la limusina descapotable. Él iba justo detrás del coche presidencial y tenía los ojos en el césped cuando oyó la detonación del primer disparo. Al volverse vio al presidente llevándose la mano a la garganta y se lanzó sobre el capó. Pero no le dio tiempo a evitar que un segundo disparo le penetrara en el cerebro.

 “Fue como el sonido de un melón estampándose contra el cemento”, recuerda, “en ese instante la sangre, los sesos y los trozos de hueso salieron de la cabeza del presidente y me salpicaron en la cara y en la ropa”.
 
La limusina tardó cuatro minutos en llegar al hospital. Un lapso en el que Jackie mantuvo en su regazo la cabeza de su esposo. Sólo dejó de aferrarlo cuando el agente Hill se quitó la chaqueta y envolvió en ella su cabeza ensangrentada.
 
La agonía duró menos de media hora pero se hizo interminable. A Hill le tocó encontrar una funeraria y comprar un ataúd para el presidente. También decirle a Robert Kennedy que su hermano estaba al borde de la muerte.
 
Hill recuerda que Jackie no se quiso quitar su traje ensangrentado. “Es mejor que vean lo que han hecho”, le dijo. También cuenta que el féretro no cabía por la portezuela del Air Force One y tuvieron que romperle las anillas para que entrara.

Pronto llegaría el tumulto del funeral y el último instante a solas en el que la primera dama cortó un mechón de pelo del cadáver de su esposo. Pero el agente Hill sólo reconoce haber llorado en una ocasión: cuando Jackie le preguntó en el viaje de vuelta qué iba a ser de él.

Todo irá bien, recuerda que le dijo. Pero aún hoy le tortura la imagen del presidente y la convicción de que no logró salvarlo.

 
 

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