Marcial Maciel ¿olvido de la memoria?
Perla Julieta Ortiz Murray
Viernes 31 de Diciembre de 2010

El decreto benedictino llegó al fin: la damnatio memoriae debía aplicarse prontamente, con la celeridad de los más de cuarenta años durante los cuales El Vaticano buscó por todos los medios silenciar las pruebas ofrecidas.

Lo de menos era entonces que Marcial Maciel tuviese hijos y mujer. No bastaron las pruebas ofrecidas por los familiares de niños violados al interior de los confesionarios, ni tampoco las palabras de quien fuera su esposa, acusándolo de vulnerar a sus propios hijos. Para la madre Iglesia importaba más encubrir, ocultar, disimular la porquería que seguir un proceso para degradar secularmente a este pervertidor de menores. Vale recordar entonces que la degradación es –para la Iglesia- el paso necesario para que un cura deje de serlo y pueda enfrentar la justicia de los hombres como  simple ciudadano.
 
Pero degradar a Maciel  implicaba que la institución más antigua del mundo descubriera sus redes de poder: En la entronización de la pederastia vaticana, los hilos de la política a la alta escuela tejen un singular entramado del que la Legión de Cristo es la perla de la corona.

Relaciones con los poderosos de los países donde la congregación  va teniendo presencia, han redundado en la creación de establecimientos educativos de alto nivel, como el Instituto Cumbres de la Ciudad de México, en el cual, como sostiene  Alberto Athié, citando a su vez  a Fernando M. González, autor del libro Marcial Maciel Los legionarios de Cristo: testimonios y documentos inéditos (Barcelona: Tusquets Editores, 2006)   “más de treinta niños fueron violados, tan sólo en la década de los ochentas”, hecho que en parte tal vez se deba a la práctica -común en los establecimientos legionarios- de obedecer sin cuestionar, derivada a su vez del voto de caridad en el que expresamente se prohibía a sus integrantes el emitir cualesquier opinión contraria a la persona y autoridad del superior y poner en su conocimiento si alguno cometía dicha falta. 

 Evitar cuestionamientos perpetúa modus operandi y Maciel sabía muy bien esto. Si a ello añadimos una tendencia a rodearse de pubertos de aspecto agradable a quienes les daba una sensación de favorecimiento, llegando a la comisión repetida de prácticas homosexuales (como masturbarlos) al hacerles creer que así los curaría de  diversos malestares estomacales, tenemos ya una base para entender la perpetuación de este estado de cosas al interior de la orden.

Al decir que este asunto no es nuevo para El Vaticano, nos estamos quedando cortos: Desde los años cuarentas, han menudeado las denuncias internas contra el fundador de los legionarios, primero por padres de niños abusados  y después por ex-integrantes de la propia hermandad. En este tenor, dos cosas llaman la atención:

1. Excepción hecha de sucesos ocurridos del año dos mil cinco en adelante, las denuncias anteriores siempre se manifestaron hacia el interior de la Iglesia Católica, nunca hacia fuera de ella, es decir, directamente hacia el ámbito penal.

2. Quizá debido a la moral dominante en la época aludida y en un afán de perturbar lo menos posible a los directamente afectados, las denuncias tampoco se hicieron públicas, aunque –bien pensado- esto último tiene un sustento: En un Estado aparentemente laico como el nuestro -y aunque en el pasado El Vaticano no tenía reconocimiento oficial- luego del brete cristero se evitaron en lo posible los roces con la Iglesia e implícita estaba la orden de no publicar nada que pudiese dañar su imagen.

En ese sentido, podemos colegir también el poco o nulo interés en hacer prosperar judicialmente este tipo de denuncias por idénticas razones.

Destaca sin embargo el hecho de que a mediados de los años cincuentas, nuestro personaje fue condenado a su primera suspensión efectiva a divinis (separación de sus deberes sacerdotales) por la Sagrada Curia Romana, basada en el hecho –ya notorio por aquel entonces- de las gratificaciones sexuales pederastas de Maciel y su recién iniciada adicción a la droga llamada dolantina (narcótico analgésico derivado de la morfina, también conocido como demerol) suspensión de la cual bien pronto se liberó y nótese que digo “suspensión efectiva”, pues con anterioridad a esta, mediado el año de 1945 el entonces obispo de Cuernavaca Francisco González Arias le dictó la primera en respuesta a un cargo por abuso sexual en perjuicio de un menor, misma que nunca ratificó y por tanto, no tuvo validez.

Es de interés mencionar por lo menos la aproximación en años, pues de ese modo reiteramos el conocimiento que la Curia Romana tuvo desde entonces de las actividades del creador de la Legión, quien sin embargo siguió gozando del amparo y protección de tres de los cinco Papas que su desempeño sacerdotal abarcó: Juan XXIII, Paulo VI y Juan Pablo II. A Juan Pablo I lo sorprendió la muerte apenas a los treinta días de iniciado su período y sería el quinto, Benedicto XVI, quien le pondría el definitivo sello de clausura….

Apenas iniciado el pontificado benedictino, la orden de separación del ministerio sacerdotal fue emitida y con ella, la de llevar una vida de reclusión y alejamiento de toda actividad pública, golpe durísimo contra Marcial Maciel en particular y contra la supervivencia de la Congregación en general.

Literalmente, una condena al ostracismo, pues a sus más de ochenta años, Marcial Maciel Degollado aun era sumamente activo y la única cabeza visible de su hermandad.

Fallecido en enero del 2008, la orden de damnatio memoriae emitida en su contra fue dictada apenas el pasado día seis de este mes y dada a conocer en México por los propios legionarios hasta el trece, quizás para darles tiempo de suavizar el golpe.

Pero ¿en qué consiste la damnatio memoriae? Jurídicamente hablando, es la institución del “no ser” y de aplicación póstuma. Heredada –como muchas instancias eclesiales- del Derecho Romano, su significado literal es “olvido de la memoria” y consiste en suprimir todo recuerdo del condenado, sean retratos, objetos personales o monumentos, luego de que el Senado hacía un recuento de su actuación pública, indicador de que esta forma de damnatio solo era aplicada a individuos que de alguna forma resultasen indeseables para el Estado, e incluye la “abolitio nominis” u orden expresa de suprimir el nombre de dicha persona de todas las inscripciones  oficiales, con prohibición de pronunciarlo públicamente (la otra era la damnatio ad bestias, o condena a morir entre las fauces de alguna fiera, aplicada –ésta sí en vida, necesariamente-  a casi cualesquier clase de rechazado social, sobre todo si era cristiano y vivía en la última etapa del Imperio).

Antiguamente,  esta supresión histórica solo se aplicó a Emperadores como Nerón, Galba, Macrino, Calígula o Heliogábalo, por citar algunos de los más conocidos, lo que nos hace suponer el alto status de aquellos a quienes se les imponía.

Aunque las funciones del senado romano las cumple hoy la Curia, en el caso que nos ocupa, la gravedad se torna evidente al notar que es directamente Benedicto XVI quien firma este decreto y da la orden tajante de que sean los mismos legionarios –sus propias huestes y defensoras- a través de su director Álvaro Corcuera, quienes lo den a conocer; de esa forma, mata dos pájaros de una pedrada: pone fin a un enojoso asunto de moral y limita al mínimo el poder de los legionarios, que merced al dinero manejado se estaban convirtiendo en un poder dentro de otro en el Estado Vaticano.

No obstante, el descontento de las víctimas sigue patente: se dejó pasar un tiempo precioso entre la emisión del decreto de suspensión y la muerte del conspicuo protagonista de nuestro artículo., mismo que pudo haberse empleado en llevarlo a juicio, pero hacerlo implicaba, como lo dijimos anteriormente, exhibir a la Iglesia y para Benedicto, eso es punto y aparte; sin embargo, nadie puede negarle el hecho de aplicar la voluntad de castigar y de haber sabido esperar el momento preciso para hacerlo, cuando nadie tuviera más poder que él. 

Maquiavélicamente, en las redes de la política, supo gestar una humillación completa.

 
 

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