LA COLORADA, Son.- Desde hace tres años los habitantes de La Colorada sobreviven a las continuas detonaciones de la minera Pitalla, firma que genera millones de micropartículas que forman una densa “nata” visible mañanas y tardes, así como a la solución cianurada con la que se irrigan las “montañas” de piedras trituradas donde se obtiene el oro que, en esta zona del país, se aprecia más que la vida.
En esta comunidad rural, localizada a 45 kilómetros al sureste de Hermosillo, cada día hay un antes y un después de las explosiones o voladuras que estremecen el paisaje cerca de las dos de la tarde.
Los estruendos inician con el atemorizante ulular de una sirena nacido en el tajo central de la mina, donde se activan las descargas explosivas que a la postre cimbran la tierra y saturan, por segundos, el espectro de sonido del otrora apacible ejido.
Tras la voladura, que se puede dividir hasta en siete detonaciones diarias, siempre de lunes a viernes entre dos y tres de la tarde, se levantan inmensas columnas de polvo que nacen en las entrañas de esta mina extendida a lo largo de 230 hectáreas.
Y no es todo: para 2016 se proyecta que el filón alcance las 280 hectáreas en un predio superior a las mil hectáreas de superficie.
En La Colorada es común que los habitantes enfermen de las vías respiratorias, desde una crisis asmática hasta enfisema pulmonar.
También son frecuentes entre los mineros las lesiones oculares y lumbares, padecimientos que los trabajadores ocultan porque esto podría causarles el inmediato despido.
A este sigilo se suma la mansedumbre autoimpuesta de los pobladores, quienes se niegan a denunciar los tronidos de la tarde y sus consecuentes afectaciones a la salud. En tanto, quienes se atreven a romper el silencio apenas y son escuchados.
Es el caso de Francisca Amparano, quien lidera un grupo de 120 ciudadanos que redactó el 19 de enero de 2014 una denuncia formal dirigida al alcalde Armando Rodríguez; al encargado de despacho de la Unidad Estatal de Protección Civil (UEPC), Carlos Arias, y al gobernador, el panista Guillermo Padrés.
Los inconformes expusieron en el documento el deterioro que ha sufrido la parroquia, los daños estructurales en las viviendas producto de las detonaciones y los riesgos a la salud que representa esta práctica minera.
“Algunas voladuras son llevaderas, pero como en mi casa se sienten mucho, hasta taquicardia me han provocado”, relata Amparano, quien tiene un hijo que padece alergia al polvo y sufre repentinos ataques de asma.
“De esta situación ya se le informó a la Secretaría de Salud estatal y, la verdad, no sabemos qué se piensa hacer”, lamenta.
La denuncia cumplirá un año este lunes 19, y sólo provocó una breve reunión entre los aludidos, quienes se limitaron a nombrar una cuadrilla para rehabilitar las viviendas dañadas, a las que sólo colocaron una ligera capa de cemento en techos y columnas resquebrajadas.
Sin embargo, sobre las explosiones y los daños a la salud, la minera apostó al olvido y a las amenazas, porque si algún trabajador o sus familiares son sorprendidos quejándose, quedan despedidos en automático.