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Terca historia que persiste

Inés Martínez de Castro N.
Martes 10 de Abril de 2007
 
Terca historia que persiste

Hablar de poesía es hablar de nosotros mismos, de los humanos, hablar de eso que nos caracteriza y distingue, ya que tanto el poeta como el lector, imprescindibles en un acto unívoco, miran hacia adentro, hacia las más hondas palpitaciones del ser.
Y este ser que somos funciona para la poesía como un tamiz a través del cual ambos, poeta y lector seleccionan, reordenan y transforman las percepciones tanto aquellas que provienen del mundo exterior como aquellas que se producen en el interior, en un intercambio emocional que se renueva y multiplica con cada lector, con cada poeta y con cada lectura de manera múltiple. Allí está la magia de la palabra poética que se reinventa con cada individuo que hace contacto con ella.

Esta tensión emocional propia de la poesía, si toca eso esencial del hombre que traspasa los tiempos y las fronteras, nos permite conectarnos con la poesía de otras épocas y culturas remotas y tan diferentes a la nuestra, como la voz de Catulo, el gran poeta latino que escribió su obra hace más de dos mil años, y que entonces decía:

Aquel que, sentado frente a ti,
te observa y te escucha
mientras tú le sonríes dulcemente;
me arrebata todos los sentidos;
pues, en cuanto te veo, lesbia, mis palabras
mueren en la boca,
mi lengua se entorpece y una tenue llama
invade mis miembros, con su propio ruido
zumban mis oídos, y mis ojos se nublan
con redoblada oscuridad.

O este poema de Chiang Hung de hace también más de mil quinientos años, escrito en la antigua China y que se titula “Papel de carta rojo”:

Llameante, fiero como el loto al abrirse,
surcado de reflejos cual jirones de bruma.
Seda estampada, que se enrolla con aceite perfumado,
bañada con la esencia de capullos cortados.
Déjame dar testimonio de mi corazón separado,
ensobrado en mi amor por ti.
Si nunca llegas a mi dulce amado,
¿cómo sabrá él que mi lecho lo anhela?

De la profundidad de los tiempos, surge la palabra poética y nos habla al oído sobre aquello que aún nos ataña, ¿habrá algo inamovible en los seres humanos? Tal vez el gozo por la vida, el temor a la muerte y la búsqueda del amor, aunque nos suene cursi, poderosos sentimientos que mueven a los seres a través de las eras y los espacios.

La poesía que no es solo sonoridad y ritmo, no solo es música verbal ni puros fonemas sino que tiene significado, y en la intersección de estos elementos está la tensión emocional, que es una lucha de fuerzas por atrapar lo inasible.
No bastan la conmoción, el asombro ante eso que está debajo y que nos mueve, y deseamos apasionadamente descubrir, se requiere saber usar los instrumentos: palabras, imágenes, ritmo y sonoridad para lograr tocar lo intangible, levantar la punta del velo, es decir, develar el misterio.
Las vivencias del poeta se disparan en todas direcciones, pero la estructuración del pensamiento nos exige ordenarlas como si fueran fluidas, sucesivas y temporales, como si no existieran la pluridimensionalidad y así es cierta narrativa, así contamos, describimos los hechos pero no los develamos, no descubrimos las criaturas que viven debajo de las piedras. Lo que pretende la poesía, cierta poesía, la buena poesía, es descubrir lo inasible y concretar o reinventar en palabras la multiplicidad, estos son sus principios fundamentales.

Toda palabra expresa un concepto, sin embargo, la palabra poética busca el equilibrio entre lo conceptual y lo intuitivo, pero no hay en la verdadera poesía confecciones intelectuales al margen de las emociones, así no se pueden escribir los versos. Hay que crear un lenguaje nuevo, alterar, revertir el cotidiano y ponerlo a tono con eso que no se puede decir o inventar con el que tenemos.

Esta búsqueda apasionada por alcanzar los planos múltiples a través de la palabra, por evidenciar lo inenarrable, lo que permanece inasible, es la función de la poesía que además pretende sostener el tono, la calidad de la expresión y la profundidad.
Tomado de: Rev. Yuku Jeeka, No. 43
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