Banner
Lunes 6 de May de 2024
El tiempo - Tutiempo.net

Rayuela: Sigue el juego

Sergio Ramírez
Sábado 03 de Agosto de 2013
 

Cuando Rayuela fue publicada en Buenos Aires en 1963, Julio Cortázar tenía entonces 50 años, con lo que podemos decir que la novela más experimental, novedosa y provocadora que se escribió en los tiempos del boom fue la obra de alguien que a los ojos adolescentes de mi generación era ya mayor, pero según la fama nunca dejaba de crecer y tampoco envejecía, un gigante de siete leguas que iba botando años por el camino hasta volverse un adolescente que se va haciendo niño, como aquel Isaac McCaslin, el personaje de William Faulkner en Desciende, Moisés.

Lo experimental, lo que parece desmedido porque rompe las reglas o se burla de ellas, se vuelve corriente un día porque ya es clásico, y viene a convertirse en un modelo que se cuela de manera imperceptible en la escritura del futuro. Esa es mi sensación al abrir otra vez las tapas negras de mi vieja edición de Rayuela. Apagado el ruido de la novedad de los capítulos intercambiables, o suprimibles, el léala como quiera y pueda, lo que permanece es la majestad de la prosa, única capaz de hacer sobrevivir un libro a través de las edades.

“¿Encontraría a la Maga…?”. De los libros inolvidables uno aprende de memoria al menos el primer párrafo, o esa lectura nunca existió, se la llevó el agua del tiempo en su fluir incesante. Y la entrada de Rayuela puede leerse ya, pasado medio siglo, créanme, como el de cualquier otro de los clásicos que vuelven siempre a la memoria envueltos en su propio resplandor, esas felices epifanías de la lectura que nos reencuentran con el milagro.

Podíamos, podemos, leerla como mejor nos viniera, nos venga, en gana. Como una elegía porque desde la primera página la Maga es evocada de manera tan doliente igual que Neruda evoca a la Maligna en el Tango del viudo; como la saga épica de un viaje urbano incesante, Horacio Oliveira perdido en los meandros de París como Leopoldo Bloom en los de Dublín; oírla correr como un río metafísico que arrastra aforismos filosóficos vueltos al revés; un tratado de jazz con lo que también es una novela de fantasmas impenitentes; o la desaforada roman comique de partirse de risa que propone Morelli, uno de los alter ego de Cortázar porque allí en ese mundo peripatético todos los personajes son alter ego suyos, novela de mamadera de gallo, catálogo crítico de esperpentos y cursilerías, antinovela, desnovela, contranovela, metanovela, paranovela, quién no iba a sentirse entonces seducido al ver las piezas del juguete dispersas por el suelo y al niño cejijunto aquel tan grande con las manos llenas de grasa tratando de colocar bielas y manivelas en el sitio que no era, igual que una vez lo había hecho muerto de risa aquel viejo clérigo Laurence Sterne en las páginas de Tristram Shandy.

Para los nostálgicos que aprendimos en las páginas de Rayuela a despreciar el orden establecido y a cuidarnos de la trasgresión de escribir en papel rayado y apretar el tubo de pasta dentífrica desde abajo, cabe una pregunta: ¿habrá envejecido Rayuela junto con todos nosotros? Es una pregunta generacional y hay que tomarla así.

He indagado entre los escritores jóvenes que se abren camino en este siglo veintiuno de tan pocas certezas y demasiadas incertidumbres, si reconocen en ella su atrevido sentido de ruptura, la narración siempre al borde del abismo, el lector que atraviesa la cuerda floja en persecución del novelista que va por delante balanceando la pértiga en busca de esa alternancia perturbadora entre lo cómico, la inefable Berthe Trépat, y lo trágico, la muerte del niño Rocamadour en el sórdido amanecer de París mientras sesiona en el Club de la Serpiente.

Algunos coinciden plenamente conmigo, otros me han dicho que lo que pasa es que Rayuela fue a mi generación lo que Los detectives salvajes de Bolaño es a las nuevas, una biblia laica de enseñanzas acerca de cómo romper todos los platos de la alacena con el mayor escándalo posible, pero a fin de cuentas se trata de dos generaciones distintas. Puede ser, aunque en la literatura que no perece hay necesariamente bastante más. Hay literatura, querido paremiológico y apodíctico Perogrullo.

No eran tiempos de sosiego cuando apareció Rayuela, y tampoco era una novela tranquila para leer en un fin de semana y luego ponerla en su lugar del estante y olvidarla. Era, en cambio, un animal extraño que se quedaba rondando por los libreros, meneaba inquieto la cola y te enseñaba los dientes, se masturbaba delante de las visitas y se meaba en la vajilla.

Un libro poco inocente que a manera de epígrafe anuncia máximas, consejos y preceptos particularmente útiles a la juventud en busca de contribuir a la reforma de las costumbres en general, te ponía necesariamente en guardia, ojo que aquí hay gato encerrado de esos que solo tienen tres pies.

Desde Erasmo y Cervantes la locura es un arma moral de carácter letal, y Cortázar la empleaba a fondo. La locura, hermana siamesa de la risa que por su parte es un remedio infalible, ya lo advertía Selecciones del Reader’s Digest. Hay que entrar a Rayuela por la puerta de la risa, suelo decir a mis jóvenes amigos, y nadie se perderá en el camino. Es, en verdad, toda una epopeya cómica.

Rayuela, nuestra biblia de tapas negras, que yo recuerde no contenía propuestas políticas ni redentoras en aquellos dorados años sesenta cuando lo que abundaba eran llaves ideológicas maestras, y también ganzúas, para abrir todas las puertas del futuro socialista. Los ácratas del Club de la Serpiente, Oliveira a la cabeza, en cambio, se paseaban despreocupados por un paisaje ontológico en el que las preguntas, a veces poco cuerdas, exigían más preguntas y no respuestas. Y el mismo Cortázar está conforme en que Rayuela es “el agujero negro de un enorme embudo”, de esos por el que se van preguntas y respuestas.

Rayuela tuvo su sitial en medio de la humareda y de los ruidos que aún no se apagan del concierto de Woodstock, los gritos de histeria que recibían a los Beatles en los escenarios, las protestas por la guerra de Vietnam, las marchas por la igualdad racial en Estados Unidos, el fin de los regímenes coloniales, los movimientos de liberación en Argelia y el Congo, las calles de París en mayo y la plaza de Tlatelolco en octubre de 1968. Franz Fanon y el Che, Janis Joplin y Martin Luther King, los Beatles y Ben Bella, Bob Dylan y Patricio Lumumba, los Rolling Stones y Malcolm X. Háganle un lugar a Cortázar.

Sin los sesenta nada de lo que estaba por venir en mi vida hubiera sido posible, ni lo que me tocó vivir ni lo que me ha tocado escribir. Aprendí la más lúcida de las compatibilidades, que se podía ser escritor y revolucionario, convertirse desde el principio en alguien que piensa y que a la vez hace, y encuentra que su sensibilidad para escribir es la misma que le sirve para pensar que otro mundo es posible, en la realidad y en la narración. Tierra y cielo, el yin y el yang, para eso estaban las ciencias esotéricas orientales y los mantras de Rayuela.

Política de Privacidad    Copyright © 2006-2024 InfoCajeme.com. Todos los Derechos Reservados.