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Simplemente la mejor

Héctor Islas Asaiz
Viernes 26 de Abril de 2013
 

Este 25 de abril fue cumpleaños de Ella Fitzgerald. El nonagésimo sexto, para ser exactos. Celebro que se la recuerde y celebro además que a los de Google les tenga sin cuidado que sean 96 los años a los que llegaría la cantante (y no, digamos 90 o 100) y que, muy al estilo de Borges, no sucumban a la superstición de los números redondos ni al culto al sistema métrico decimal. Naturalmente, cualquier día es bueno para celebrar a Ella Jane Fitzgerald.
 
Algo que siempre me ha asombrado de Ella es, diría, el carácter gallardo de su voz, que proyectaba con tanto donaire y soltura que parecía que sólo podía salir de alguien dichoso, de un individuo que se la ha pasado estupendamente, y no de esa mujer que fue la niña a la que abandonó su padre, que a los quince años perdió a su madre en un accidente de tráfico, que fue enviada a un reformatorio donde padeció maltratos hasta que escapó para sobrevivir mal en las calles, que tuvo que dejar a su primer marido tras descubrir que éste ocultaba un pasado criminal, la persona que, como tantos colegas suyos en aquel tiempo, fue víctima de la discriminación por el color de su piel, que sufrió diversas enfermedades, incluido un mal cardiaco por el que tuvo que ser operada en 1986 y tras lo cual todos dijeron que no volvería a los escenario, pero que volvió y cantó hasta que, en 1993, ya casi ciega por la diabetes, le fueron amputadas ambas piernas, y quiso cantar más, pero tuvo que retirarse a su casa en Beverly Hills para morir poco después, un 15 de junio de 1996.
 
En ello difiere de otra grande, Billie Holliday. Cuando escuchamos a Billy, a Lady Day, escuchamos las quejas de un alma atormentada, de una vida puntualmente escarnecida por la misma sociedad que la escucha con embeleso. Esto no sucede con Ella; ella nunca exhibe sus heridas, transita a menudo On the sunny side of the street, a veces en un entusiasmo altivo, pero incluso en sus momentos más umbríos, en los que hace gala de los tonos mate y grises de su opulento timbre, hay siempre como un albor de dulzura, tan alejado del regodeo en la truculencia como de la complacencia fácil.
 
Ella transitó con la misma destreza por el estilo swing de las big bands, la balada, el scat singing del bebop y el blues. También nos regaló esporádicas incursiones en el soul y el rock. Imitaba con gracia casi cualquier instrumento de la orquesta gracias a su portentoso  registro y grabó alrededor de doscientos discos, algunos de cancioneros de compositores como Gershwin, Porter, Berlin o Kern que se consideran hoy tesoros nacionales de la música estadounidense.

Algunas de esas canciones, a veces musicalmente modestas, cuando no irremediablemente cursis, mudan con Ella en piezas de un atractivo rotundo y duradero. El propio Gershwin confesó una vez, en un cumplido sólo un poco exagerado, que únicamente cuando escuchó sus composiciones con Ella se dio cuenta de que realmente eran buenas.
 
Una voz, en fin, como espejo, pulida y refulgente, que para mí simplemente ha sido la mejor. El epíteto "The First Lady of Song" no es otra cosa que la constatación, al menos en el mundo del jazz, y me atrevo a decir que un poco más allá, de un hecho llano para los oídos de cualquiera.

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