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Miércoles 1 de May de 2024
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Los periodistas en el cine

José Juan de Ávila / Milenio
Sábado 16 de Febrero de 2013
 

Cine y prensa cohabitan desde sus primeros protagónicos en el siglo XX. Su cortejo se fundó en una institución marginal, que en su caso linda casi en crimen organizado: el amasiato, en el que de cuando en cuando se aman y de siempre en siempre se destruyen.
 
Tres obras mayores del cine son de periodistas. En Citizen Kane Orson Welles encarna al magnate que crea un imperio mediático solo para informar que sí tuvo infancia; en La dolce vita Marcello Mastroiani es un pobre diablo que persigue en un Triumph Fury la “gran nota” —de orgía en orgía, entre el jet set y la plebe, entre intelectuales y divas— sin querer jamás hallarla y mucho menos sentarse a escribirla. En Á bout de souffle una Jean Seberg petite voceadora callejera del New York Herald Tribune en Champs Elysées, tan encantadora como tramposa, que a veces se avienta palomazos en entrevistas de banqueta, traiciona en el París pre-68 al antihéroe Jean-Paul Belmondo, en un thriller con el que Godard revoluciona el lenguaje cinematográfico.
 
Los periodistas pululan en la historia del cine hollywoodense y su periferia —es decir, del resto del mundo— sólo superados en número por gánsteres, abogados, locos y prostitutas, aunque con mucha frecuencia emulan a éstos o son exactamente lo mismo.
 
Dos grandes roles de periodistas, en La dolce vita y Sostiene Pereira, son cortesía de Marcello Mastroiani, quien además bautizó al más carroñero del clan: el paparazzo. Uno más, también en Italia, es gracias a Gregory Peck en Roman Hollyday, donde deja ir la exclusiva de la princesa Audrey Hepburn que se dopó y durmió en su cama.
 
Desde el filme de Ernst Laemmle Der Teufels reporter (1929, El reportero del diablo) hasta las más recientes cintas nominadas en 2013 a premios internacionales, The Sessions y The Paperboy (ambas de 2012), los periodistas son nota de alfombra roja. Su sangre hasta es atractiva para los vampiros (Interview with the Vampire).
 
Aun los superhéroes de los cómics en el cine, quienes en una paradoja pasaron de la imprenta a la popularidad del celuloide, son, para variar, periodistas. Clark Kent, quien en sus tiempos libres es Superman, trabaja para parecer humano en el diario The Planet; y a nadie sorprende que El sorprendente Hombre Araña tome fotos exclusivas de su doble hobby (de socorrista y destructor reincidente de Nueva York), en su vida civil como Peter Parker, narcisista reportero gráfico para el tabloide Daily Buggle del inefable editor Jota Jonás Jason, que para colmo trata a su empleado como a un insecto. ¿Y Batman? Aunque millonario, también sucumbe a los encantos del periodismo por interpósita persona, su novia Vicky Vale, reportera única y VIP de la Gotham Gazette.
 
Sólo en el cine de ciencia ficción contemporáneo, en el futurista, en el de las antiutopías tecnológicas, los periodistas, como los poetas en La República de Platón, han sido erradicados. En el futuro, la prensa no existe, no es necesaria, ni siquiera para su amasio, el cine, pues en esos augurios de la ficción la realidad es puro y vil “dato”.
 
¿Cómo se enteran las princesas Padme o Leia de que hay guerra entre las galaxias, que el imperio contraataca o que los clones se van a la batalla? No gracias al Noticiero. ¿Qué tabloide publicó con sordidez a ocho columnas que Luke Skywalker era hijo de su archienemigo Darth Vader, matón del lado oscuro de la Fuerza, y gemelo de Leia? No hay prensa en Blade Runner, tampoco en Solaris, 2001: Odisea del Espacio, Star Trek, Avatar o Prometheus, menos en Minority Report, I Robot, Hunger Games, The Island o Wall-E. Más atrás, en The Planet of the Apes, donde Charlton Heston descubre que el futuro es retrógrado, la libertad de prensa está lejos de la mente de la especie dominante, que ni siquiera reconoce derechos humanos, humanos cuyos representantes, además, son mudos. Ni siquiera Terry Gilliam se preocupó en alertar a la humanidad por televisión, radio o periódicos sobre el peligro del terrorismo bacteriológico en su delirante 12 Monkeys; prefirió a un Bruce Willis criminal, que periodista, para enfrentar a un Brad Pitt orate, fiel al corto francés La Jetée en que se basó su filme. El mismo líder de Monthy Piton, inspirado en George Orwell y su 1984, igual dejó a Jonathan Price y a Robert de Niro sin noticias en su antiutopía Brasil. Luc Besson también alejó a su entonces esposa Milla Jovovich y a Bruce Willis de los paparazzi en The Fifth Element.
 
El periodista, para el cine, siempre ha sido un personaje de ficción. El cine, para buen número de reporteros, es más creíble que la realidad sobre la cual escriben o informan. La verdad —escribió G. K. Chesterton en voz de su padre Brown— siempre es espantosa.
 
En pantalla, las historias de reporteros, magnates de medios, corresponsales, editores, articulistas, críticos, productores o conductores de noticieros de televisión, fotógrafos o camarógrafos de prensa dan igual para obras de arte que para churros cinematográficos.
 
Cine y prensa se apapachan, pero más se aporrean. En la realidad como en la ficción, nada desuella con curiosidad científica las descaradas máscaras del periodista como una buena o una mala película. Y nada desfigura el bello rostro del cine como el periodismo.
 
¿Quién vuela en Hollywood sin una primera plana? Pero toda estrella que cae del cielo californiano queda atrapada para siempre en el agujero negro de un tabloide.
 
Un Danny De Vito, extorsionador que vende fotos comprometedoras de actores o actrices al mejor postor, tiene más de Al Capone que de editor del sensacionalista Hush, Hush en L.A. Confidential, aunque al final el guionista le da su merecido a manos de un policía corrupto. El Star System amamantaba a su prensa hasta que dejaba de publicar.
 
En el cine, los periodistas no son protagónicos, son leit motiv. El Johnny Depp alcohólico y drogadicto de The Rum Diary y de Fear and Loathing in Las Vegas se inyecta sobredosis de realidad en los episodios de Hunter S. Thompson, Gonzo. Johnny Depp, actor anfibio que lo mismo es pirata del Caribe, sombrerero loco o periodista.
 
Las leyendas del periodismo estadunidense suelen ridiculizarse en la oscuridad de una sala de cine. Bob Woodward y Carl Bernstein, reencarnados en Robert Redford y Dustin Hoffman en la lección de periodismo que es All the President’s Men, parecen novatos de la redacción en The Washington Post al investigar el Watergate.
 
Tom Wolfe sucumbe en un alcohólico Bruce Willis como representante de la prensa sensacionalista en la adaptación de Brian de Palma de su The Bonfire of the Vanities.
 
Excepcional, sin duda, es la cátedra de entrevista periodística en el filme de Ron Howard Frost/Nixon, una de las pocas obras maestras de Hollywood donde un chico de la prensa reivindica el “oficio más bello del mundo”, gracias al tête-á-tête de actuación entre Michael Sheen (David Frost) y Frank Langella (Richard Nixon).
 
En la gran pantalla, los reporteros sí son la nota. Un reportero que se respete no sueña exclusivas, sino adaptaciones cinematográficas. Un reportero que se respete sueña ganar el Pulitzer solo como atajo en su camino al Oscar.
 
La penuria, la mendicidad, la decadencia, la corrupción, pero sobre todo la vida trágica de un hombre o mujer de prensa siempre es bien vista en el cine. Cinéfilos, jurados de festival, críticos de la Academia y los grandes actores aman, por ejemplo, a los periodistas paralíticos, más si su inmovilidad deriva de alguna enfermedad “rara”.
 
En Le Scaphandre et le Papillon, la autobiografía parpadeada del editor de la revista francesa Elle, Jean-Dominique Bauby, interpretado principalmente por los ojos del actor Mathieu Amalric en la cinta homónima de Julian Schnabel, ganó la Palma de Oro en Cannes por Mejor Director, Globos de Oro por Mejor Película y Mejor Director y cuatro nominaciones al Oscar. Bauby, paralítico víctima del síndrome del encierro después de un coma secuela de un accidente cardiovascular, consiguió, gracias a su pesadilla, el sueño de cualquier periodista sano: contar una historia, la suya, y saltar de la rotativa al proyector, del papel al celuloide, del best seller a la gran pantalla.
 
Más reciente, otro periodista y poeta paralítico, Mark O’Brien, protagoniza una gran película (por estrenar aquí), The Sessions, con la que Helen Hunt busca en 2013, como encueratriz, su segundo Oscar, esta vez el de Mejor Actriz Secundaria, después del que consiguió en 1997 —sin desnudarse— como Mejor Actriz, también por hacer feliz a un enfermo, el obsesivo compulsivo escritor Jack Nicholson, en As good as it get.
 
The Sessions se basa en el artículo “On Seeing a Sex Surrogate”, publicado en 1990 en la revista Sun por O’Brien, periodista paralítico y atado a un pulmón artificial desde niño por poliomielitis, quien después de escribir una nota sobre “Sexo y discapacidad” recuerda que es virgen y busca a una “sustituta” sexual (Hunt) para, como dice en la cinta, “conocer bíblicamente a una mujer” a sus 38 años. Su actuación como O’Brien valió a John Hawkes reconocimientos en los festivales Sundance y San Sebastián.
 
El cine también nos muestra que un periodista no nace ni se hace, se improvisa. Hugh Grant, en Nothing Hill, se salva de que lo echen del hotel donde se citó con la actriz Julia Roberts gracias a que finge ser reportero de la revista Horse & Hounds, para terminar entrevistando a todo el elenco de la cinta de su futura amada, con preguntas sobre caballos y sabuesos, que nada tienen que ver con la filmación o los actores.
 
En Deep Impact, una despistada reportera Tea Leoni cree perseguir una escandalosa historia de traición marital de un alto funcionario de Washington cuando se topa con la exclusiva del Fin del Mundo que le filtra el presidente Morgan Freeman, primer negro que ocupó la Casa Blanca —vía Hollywood—, que gobernó Sudáfrica as Mandela y que fue Dios. Por supuesto, al final de la cinta la periodista es la primera que muere por el impacto del meteorito que destruirá la Tierra, acompañada, but of course, por su papá.
 
Las películas apocalípticas necesitan de reporteros. Pierden credibilidad si no hay prensa, que tiene la obligación de informar, aun a costa de pasar los últimos días de la humanidad ante un público zombie que ya sucumbió a un meteorito.
 
En Seeking a Friend for the End of the World los conductores de noticias, personajes incidentales e innecesarios en el drama romántico de Keira Knightley y Steve Carrell, como la sirvienta mexicana del filme, se niegan a dejar la chamba, temen perder la nota.
 
Los periodistas en el cine siempre están de moda: Prêt-á-Porter, con Kim Bassinger reincidente reportera tras interpretar a Vicky Vale en el Batman neogótico de Tim Burton; The Devil Wears Prada, con Anne Hathaway y Meryl Streep, Confessions of a Shopaholic, con Isla Fisher, o Eat Pray Love, con Julia Roberts.
 
Célebres actrices de la actualidad tienen a una periodista en sus corazones: Jenniffer Connelly (Blood Diamond), Kate Winslet (The life of David Gale), Cate Blanchet (Veronica Guerin), Michelle Pfeiffer (Up close & Personal), Nicole Kidman (To die for), Angelina Jolie (A Mighty Heart y Life or something like it), Scarlett Johansson (Scoop), Glenn Close (The Paper) y Rachel McAdams (State of play y Morning Glory).
 
Célebres actores tienen a un periodista en su plan de pensiones: Al Pacino (The insider), Richard Gere (The Hunting Party), Harrison Ford (Morning Glory), Russell Crowe (State of play), Bruce Willis (The Bonfire of the Vanitis) y Mel Gibson (The year of living dangerously).
 
Latinoamérica tiene ejemplos extraordinarios, aunque escasos, de cine de periodistas, para denigrarlos, por supuesto. La colombiana Crónicas, de Sebastián Cordero; la extraordinaria cinta argentina de Juan José Campanella El mismo amor; la misma lluvia, y la peruana Pantaleón y las visitadoras, de Francisco J. Lombardi, adaptación de la novela homónima de Mario Vargas Llosa, en la que el rol de extorsionador recae en el locutor radial El Sinchi, el más abyecto de los periodistas disecados por el séptimo arte.
 
México también tiene periodistas de película, pero extranjeros. Un clásico: Reed, México insurgente, de Paul Leduc, sobre el maestro del periodismo warrior, John Reed. Pero México, donde los periodistas son una especie en peligro de expansión, tiene pocas cintas del subgénero. El reportero mexicano carece de grandes cineastas que lo encumbren. Los realizadores locales apuestan más a disfrazarse de periodistas, a través del documental o del cine testimonial. Eso sí, todos toman sus historias de la nota roja: Canoa y Las Poquianchis, de Felipe Cazals, o El castillo de la pureza, de Arturo Ripstein.

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