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El amor en tiempo de Los Fredys

Sergio Anaya
Miércoles 14 de Febrero de 2018
 

Hubo un tiempo en el que los enamorados derramaban miel y nadie los llamaba cursis. Así era la forma de amar y ser amado, con la sensibilidad exacerbada por los poemas de Amado Nervo y las canciones de Agustín Lara. Un pañuelo perfumado, la carta rebosante de adjetivos elogiosos para ella o él. La pureza virginal de la mujer y la hombría rotunda, fuera de dudas, eran valores supremos en un mundo de dos colores, rosa y azul. 

Ingrid Bergman y Humprey Bogart o, más cercanos, Pedro Armendáriz y Dolores del Río, parámetros del amor incondicional, heróico, experiencia que le da sentido a la vida.

Eso fue a mediados del siglo XX y hoy casi nada queda de esa forma de amar que parecía eterna. Los encuentros por Whatsapp y el intercambio de fotos, íntimas si es necesario, a través de las redes del internet, reflejan el sentimentalismo contemporáneo edificado en la cultura light, el consumo inmediato de la experiencia, la rebeldía domesticada del amor rapeado, te quiero te quise y a otra cosa mariposa. 

Entre estos dos extremos, el de nuestros padres y abuelos frente al de nuestros hijos y nietos, está la generación que creció en los 1960s y se hizo joven entre los 1970s y 1980s.

A distancia los que crecimos en ese período podríamos exaltar nuestras costumbres amorosas y asegurar que fueron únicas e insuperables, una ingenuidad comprensible pues cada generación piensa lo mismo.

Ni mejor ni peor, solo distinta y de acuerdo con los valores de una época donde la vida provinciana pesaba demasiado en los hábitos de los enamorados. Sólo en ciudades como la nuestra podía entenderse que los novios tuvieran una agenda sentimental con visitas obligadas los martes, jueves, sábado y domingo.

Los "días de visita" cuando ellos llegaban olorosos a loción Brut o English Leather y ellas esperaban sentadas en el porche de la casa, el cabello recién lavado con shampoo y la risa discreta al verlo aparecer. Sentados los dos bajo la luz de un foco que anulaba cualquier chisme malintencionado de los vecinos.

Escenas como esas no se volverán a ver, han desaparecido como desapareció el chaperón. ¿Quién conoce en este mundo actual a un niño o niña que sea el chaperón oficial de su hermana? Difícil hallar un ejemplar de esta especie extinguida, pero alguien que está leyendo estas líneas debe acordarse de la orden fulminante de su padre que lo obligaba a permanecer a un lado de la hermana y su novio, acompañarlos cuando apenas daban un paso fuera de casa para ir a los tacos, al cine o a misa. ¿Dónde quedaron las celosas chaperonas que acompañaban a la hermana casadera a los bailes, siempre expuestas a que el novio llevara un amigo que le "hacía el quite"?. Algun escultor sin trabajo debería de crear una estatua representativa de los chaperones antes de que el olvido los extinga para siempre.

Recuerdo esa época y las canciones que llenaban de emoción a los novios, más a ellos que a ellas. No me gustaban las canciones de Los Fredys y Los Muecas, por citar los más conocidos, me parecían demasiado melosas y sin chiste. Hoy las escucho con el gusto de la nostalgia por los tiempos idos, por el recuerdo de un buen amigo que soltó el llanto cuando una balada romántica le recordó su fracaso sentimental. Yo que andaba entre los Beatles y Serrat no podía entender esa dependencia emotiva por baladistas y grupos románticos, sin darme cuenta que mis amigos encontraban en esa música lo mismo que yo en La Muchacha Típica y Something. 

Quisiera decir que en estas cosas del amor los de mi generación no fuimos tan cursis como nuestros padres y abuelos, sin embargo debo aceptar que lo fuimos tanto o más. Total, a estas alturas del partido el haber sido un cursi enamorado es motivo de orgullo, no de vergüenza, y si alguna vez escribimos una carta melosa nunca habremos de arrepentirnos por eso. Aun cuando la insensible destinataria la haya leído junto con sus amigas entre expresiones y risitas burlonas. 

Transcurrían esos años entre chaperones, días de visita y fiestas con "Los negritos" en la sala de una casa donde los enamorados bailaban abrazados sin salir de un cuadrito. Antes de terminar la tanda, el muchacho debía desfajarse la camisa para ocultar sus arrebatos instintivos y mantenerse con la fingida ecuanimidad de un respetuoso caballero.

Los jóvenes de hoy no creerían que existió todo eso cuando sus padres eran jóvenes.

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