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En la democracia como en el futbol

Sergio Anaya
Martes 30 de Enero de 2018
 

 

Hace algunos días se dio a conocer que los aficionados mexicanos serán el tercer contingente más numeroso en la Copa Mundial de Futbol que se disputará en Rusia este año.

El entusiasmo de los aficionados tricolores no se justifica pues como todos sabemos la selección mexicana dista mucho de estar en la pequeña élite del futbol mundial donde sólo cinco o seis equipos pueden aspirar a ganar la Copa (Alemania, Brasil, Argentina, Francia, España y párele de contar). A México lo ubican entre el 15 y 20 lugar en el ranking de los mejores y para nosotros, si bien nos va, sería un triunfo si el Tri llegue al cuarto o quinto partido del torneo. 

Sin embargo la pasión de los aficionados mexicanos es tal como si estuviéramos esperando ver a nuestros futbolistas en el partido final de la Copa.

Nada raro, también ocurre así en los Juegos Olímpicos. Siempre hay más público de México que de otros países, aunque nuestra representación olímpica sea una de las más mediocres del mundo.

Sin embargo gastamos más que cualquier otro país en promoción de estos torneos y les damos a nuestros atletas una dimensión sobrenatural que se desinfla apenas están en la competencia real. Los medios de comunicación nacionales construyen este artificio que para ellos representan jugosos ingresos por concepto de venta publicitaria.

Ahora estamos la mayoría de los mexicanos noche y día pendientes de los noticieros deportivos para saber cómo vamos rumbo al Mundial. La emoción sube y cientos o miles de compatriotas se preparan para invadir las calles de Moscú disfrazados con el predecible sombrerote, los falsos bigotes zapatistas, el zarape multicolor sobre el hombro y la playera verde del Tri.

Esta ingenuidad o autoengaño (difícil darle un nombre exacto) se exhibe no solo en el deporte. También ocurre en la incipiente democracia mexicana.

El sostenimiento de los partidos políticos y la organización de elecciones absorben miles de millones de dólares cada año, y las cantidades suben de manera exagerada cuando está de por medio la disputa por la Presidencia de la República, como sucede este año. Un río de dinero, de recursos humanos y  materiales se destinan a la organización de las próximas elecciones. Y a eso le agregamos campañas mediáticas a través de todos los medios que nos saturan los sentidos y nos llevan al hartazgo, al grado de desear que pase ya el período electoral para no volver a escuchar otro spot propagandístico y no ver las calles inundadas de carteles y mensajes políticos.

Tal vez ningún país del mundo gaste o derroche tantos recursos en sus procesos electorales. Creo que ni en los Estados Unidos se invierte tanto para patrocinar la lucha por el poder. Tampoco en las democracias avanzadas de Europa ni en las de América Latina como Costa Rica, Chile y Uruguay.

El costo de las elecciones en México no sólo es estratosférico. Es obsceno, insultante, estúpido.

Es el reflejo de un país regido por un sistema político autoritario, plutocrático, pero sobre todo muy poco democrático. Hacemos ruido con las proclamas de candidatos y partidos, nos enganchamos como espectadores deportivos para no perder un detalle de la lucha por el poder. Quedamos atrapados en la repetición constante de los slogans políticos a través de radio, tv e internet. En las redes sociales damos rienda suelta a nuestras filias y fobias provocadas por los partidos y sus candidatos.

Y el día de la elección, ridículamente llamado el Día D, reaparecen los fantasmas de la tradicional antidemocracia mexicana: La compra de votos de manera abierta, cínica; el acarreo de votantes, el "ratón loco", operaciones manitas y otras prácticas deleznables que evidencian la verdadera vocación antidemocrática del régimen.

En la democracia como en el futbol. Pero con una desventaja adicional: En el futbol el árbitro suele ser imparcial. En la falsa democracia mexicana, el carísimo INE más bien parece un referee de lucha libre decidido a favorecer a los rudos.

 

Sinfonola

Una vez oí un saxofón / era una fiesta y fui de gorrón / vino la doña y me preguntó: Y a usted jovencito quién lo invitó. ("Sin nada que hacer", de Los Apson)

Así Toño Astiazarán quiso entrar a la fiesta de las candidaturas priistas y le preguntaron: "¿Y a usted jovencito quién lo invitó?".

"Yo aqui vine", les contestó, "pues no tenía nada que hacer".

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