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Ramón Iñiguez: El Sr. Ñuñigas

Jesús Noriega
Martes 14 de Diciembre de 2010
 

Non alligabis os bovi trituranti*


-¡Me regañó el señor Ñúñigas! ¡Me regañó el señor Ñúñigas! ¡Me regañó el señor Ñúñigas! -repetía Alfonso-, con el desconsuelo embarrándole el rostro. Gimoteando escurrió la sombra rumbo al rincón de la casucha.

Apareció un día en el barrio sin aviso previo, nadie lo conocía e ignorábamos de donde venía, pero pronto ni importó el origen. Se convirtió en protagonista cotidiano del barrio terregoso o lodoso, según la época del año, sin lustre siempre. Aquí y ahora, diría con cálculo certero, era una especie de intelectual desterrado en un barrio de Cajeme, en el exilio del arrabal como quijote o misionero de cultura y ocios de la ciudad.

Su presencia imantaba miradas, tenía fachas de “gente importante”. Sin proponérselo, su corpachón emergía arriba de la talla promedio de los “sin-oficio-ni-beneficio”. No era para menos, mañana y tarde sus bostonianos marcaban pasos firmes por la callecita José Ma. Vigil, invariablemente con las manos ocupadas en prestidigitar libros, testos de indicadores, de citas o de avance de lectura.

Fue la persona a quien por primera vez vi con dos periódicos del mismo día. El hecho es, que en ese tiempo me pareció un dispendio, cuando no locura. Lo recuerdo con la precisión del teodolito confesional… por entonces mi vida era un cortometraje, en sepia, por lo que aseguro que creí tremendo el disparate que alguien leyera la misma noticia en dos periódicos.

Pronto supimos que aquel hombrón era persona importante. Llegó y funcionó la telesecundaria, abrieron la cancha de básquetbol, llenaron la alberca y se corrió la voz que pondrían algo que elevaría la imaginación mostrenca a terrenos inéditos, porque comenzó a platicarse de un algo difuso llamado “círculo de lectores”. En mi cortedad suponía un redondel en el que señoras y señores leían libros mientras se ejercitaban caminando en círculos.

No sé si estaba entre los compromisos que le tocaban. Pero un día me llamó y con voz marcial soltó a bocajarro la propuesta-orden: ¡maese, hazte un equipo para el campeonato! Y lo hice. Entre hermanos (sólo con ellos armaba un trabuco de beis), primos, vecinitos y amigos, juntamos los elementos del equipo de basket, al que tras dos apuestas y un capricho nombramos “Los Intocables”.

Compartimos el verano basquetbolero de 1970 con siete equipos de la colonia, sin que las reglas del torneo marcaran otros requisitos que no fuera presentarse en short y camiseta blanca. En cada partido, luego de un volado, un equipo jugaba con camiseta y el otro bichi. Los premios de la temporada los recibí con un regaño como colofón.

-No me gusta para ti, pero aquí tienes, el trofeo del segundo lugar por equipos y la medalla del segundo lugar del campeón canastero.

-¿Por que no le gusta? Los del equipo estamos contentos, señor.

Cabrioleando el lenguaje. Atando palabras mondas y lirondas a ideas precisas, como hace quien las conoce, soltó aquella enseñanza de vida que a cuarenta años retumba la conciencia.

-No seas conformista. El segundo lugar es el primer perdedor.

-¡Ahhhhhhh!

Los días siguieron. No teníamos claro todo. Algún infidente dijo que en el periódico firmaba poemas con el pseudónimo “rif” y empecé a esculcar las páginas de cultura del Diario del Yaqui para conocer mejor a aquel hombre subyugante. Otra garganta profunda denunció que era perseguido político, chismeó que llegó de Guadalajara donde lo perseguían por comunista.

Por esos tiempos, su administración sorteó vicisitudes: la del chamaco que sorprendieron masturbándose en la alberca –que pude ser yo- y que obligó a vaciarla al día siguiente, el tremendo cerote que emergió en la alberca atestada de personas y recién lavada -que también obligó a vaciarla, pero el mismo día. Incluso, destaca con luz negra, la desgracia del chamaco que una tarde murió de congestión en la alberca del barrio. Y titilan desde los mundos de la pederastia acusaciones al salvavidas.

Un día desapareció del barrio sin avisarnos y pronto reapareció con el nombramiento que le correspondía por antonomasia… Allá lo seguí, allí lo seguí frecuentando para prestarle mis “poemas”. Hoy puedo decirlo, con turbación y rubor, que lo hacía con recelos porque temía que los plagiara.
Una luminosa tarde de agosto me presentó a un muchachón alegre, rozagante, de semblante rotundo y suculento, de mirada limpísima y sonrisa amplia y natural. ¡Ay Dios, cuántos adjetivos! Me dijo algo así como: “a Juan como a ti también le gusta la poesía, podrían hacerse buenos amigos”. Aquel mocetón era Juan Manz, que por las fechas vacacionaba o regresaba a su Cajeme.
Fue tiempo de estudios, con regresos no tan menudos porque escaseaba la marmaja. La distancia diluyó aquellos lazos, apenas al punto de dejarlos en recuerdos reverberantes de cada diciembre, en ocasión del regreso a las querencias.

En una de las vueltas de fin de cursos, yendo por la calle Galeana, en la vuelta de la Sonora al sur, con la escenografía de la Casa Java al fondo, me sorprendió el extraño binomio que formaban el hombrón y la minúscula motoneta Vespa Ciao. Era la representación urbana de Gulliver montado en un pony liliputiense.

Lo recuerdo sentado, leyendo, siempre leyendo, en la solitud del negocio sin clientes. La librería del número 7 era joya rara de cultura metida con calzador entre comederos de manteca, estanquillos de botas vaqueras y tanichis de faldillas y refajos. Los libros en venta, sin lectores ni compradores, sin compradores ni lectores, el meollo del emprendimiento familiar llamado Paideia.

Una tarde de viernes de 1978 lo encontré en la escalinata de la oficina de Correos y fui tan efusivo que recuerda mis tartamudeos de la fecha. En términos de cultura era referente obligatorio, tal vez el único, por eso no valían restricciones a la emoción. Esa vez presumí las últimas creaciones, y a cambio, de despedida, me recetó gratitud oficial y recordó de corrido los títulos de los libros que gané en un concurso de oratoria y que sin leerlos –sin abrirlos- doné a la biblioteca.

Es más difícil ser Don que tener título. A decir verdad, pocos tratos son tan honorosos como ser llamado Don. No posee títulos académicos formales, pero tampoco le faltan tales registros. Es propietario de otro vasto acervo de la cultura de la barbacoa, dicho así, sólo para darle la tonada al presunto dislate-sentencia vasconceliano.

Cuando hay memoria y sentimientos, el reencuentro es terreno común de pasados y presentes. Con la alcahuetería de hados “camachinos”, topetamos de nuevo; porque en la vida aunque corta, andando las mismas veredas, siempre topan bestias semejantes.
Lo hallé con la imponencia y los presentimientos atávicos. Fue otro lapso para querernos más, como se quieren los hombres que se respetan.

Con el proverbial estilo que lo hace non, ése de obviar lo accesorio, reseñó en un santiamén la lucha contra el cáncer, dijo otras cosas importantes que sólo a nosotros conciernen, y en el cierre, el brillo de la egolatría matizó la charla al invocar la sublime extensión de su existencia: la consorte y la progenie.

Después, y como siempre, el Quehacer nos hermanó. ¡Y lo que nos falta chingados!…

Cada que lo encuentro, entre estallidos de abrazos y saludos, brincotean las corazonadas, desfloradas por retruécanos, vivencias chillantes y citas inverosímiles; entonces puedo recoger sin interpósitos las triquiñuelas y montajes que la historia tiene escondidos, no “entre-líneas”, sino atrás de ellas y fuera del agujero obturador. Charlando a su lado, entre pálpitos vivo el deleite de abrevar de primera mano los monólogos retacados de realidades profundas, las que retoca el periódico u omite el manuscrito oficial. Es que, es que…

Él es ironía o sarcasmo, mordaz y cáustico, es dardo memorioso, anécdota precisa; pasión por el detalle o pensamiento holográfico del día con día, es reflexión decantada del sucedido y trascendido en el entorno. Es chamaco retobón amurallado tras pupilas escrutadoras, y plebe chipilón metido en dos metros y cien kilos. También, es franquezas que rozan impertinencias, a veces obstinación que linda el solar de las necedades.

Periodista de profesión y vocación con medio siglo en el oficio, es reportero gruñón de tiempo completo que, al influjo del terrible señor Urbieta, Kapuscinsky o el espíritu de Don Jesús Corral, taxidermiza otredades, pero ruboriza cuando le disecan las emociones. Hace lo que mejor hace y lo que menos mal le sale, y por accidente, es bibliotecario hechizo, jubilado.

Es realidad y ficción: poesía, cine, narración; léxico, ortografía y puntuación, historia, erudición; es pasión por los libros, que va y vuelve indistintamente de la bibliofilia a la bibliomanía o a la bibliopatía; es compu y Hotmail, letras y tinta, rotativas, tipografías, pliegos, gran formato y papel prensa. Mito y verdad: es Quehacer Cultural, es sabio sin título que espurrea asertos dignos de fe, es Don Ramón Iñiguez Franco.

-¿Mijito, pues que te dijo ese señor que te puso tan triste?, preguntó la madre.

-inchi ruco, inchi Núñigas, dijo que no sirvo para deportes y que me ponga a estudiar. Así gruñó el Poncho pucheroso, acurrucado, en el refugio de mayo de 1971.


* No le pongas bozal al buey que trilla

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