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El segundo lugar es el primer perdedor

Jesús Noriega
Domingo 05 de Novimiebre de 2017
 

Non alligabis os bovi trituranti*

Apareció un día en el barrio, sin avisos. Nadie lo conocía e ignorábamos la procedencia, pero pronto ni importó. Se convirtió en protagonista cotidiano del barrio terregoso o lodoso, según la época del año, aunque siempre en el deslustre. Aquí y ahora, diría con cálculo certero, era una especie de intelectual desterrado en un barrio de Cajeme, en el exilio del arrabal como un desbalagado quijote cultural o misionero de ocios recreativos.

Su presencia imantaba miradas pues tenía fachas de “gente importante”. Sin proponérselo, su corpachón emergía arriba de la talla promedio. Mañanas y tardes sus enormes bostonianos marcaban pasos por la callecita José Ma. Vigil, caminaba invariablemente con las manos ocupadas en prestidigitar libros, testos de separadores de avances de lectura o indicadores de citas.

Fue la persona que por primera vez vi con dos periódicos del mismo día bajo el sobaco. En ese tiempo me pareció dispendioso, cuando no locura. Lo recuerdo con la precisión del teodolito confesional… lo tengo fijo en el recuerdo a pesar que por entonces mi vida era un cortometraje, en sepia y del cine mudo. Aquí y ahora les aseguro que creí tremendo el disparate que alguien leyera la misma noticia en dos periódicos del mismo día.

Supimos que aquel hombrón se llamaba Ramón Íñiguez Franco, aunque siempre lo conocimos como El Señor Íñiguez. Era entrón y de resultados: llegó y funcionó la telesecundaria, abrieron la cancha de básquetbol, la alberca rebosó de agua clorada y se corrió la voz que pondrían algo que elevaría la imaginación mostrenca a terrenos inéditos, porque platicaron de una cosa difusa que mentaban “el círculo de lectores”. En cortedad de mis años y vivencias y tratándose de instalaciones deportivas, supuse que el tal círculo era tal vez un redondel en el que las señoras y señores se ejercitaban caminando en círculos mientras leían libros en silencio o en voz alta.

Es claro que entre los compromisos de funcionario del municipio no lo incluía, pero un día llamó a varios chamacos, el de la voz entre ellos, y con voz marcial soltó a bocajarro la propuesta-orden: ¡maese, házte un equipo para el campeonato! Y lo hice. Entre hermanos, primos, vecinitos y amigos, armamos el equipo de basket, al que tras dos apuestas y un capricho nombré “Los Intocables”.

Compartimos el verano basquetbolero de 1970 con otros siete equipos de la colonia Constitución y dos de Las Cortinas, sin que las reglas del torneo marcaran más requisitos que presentarse en short y camiseta blanca. En cada partido, luego del volado, uno de los equipos jugaba con camiseta y el otro bichicori. Los premios de la temporada los recibí con un regaño como colofón.

-No me gustan para ti, pero aquí están el trofeo del segundo lugar por equipos y la medalla del segundo lugar del campeón canastero.

-¿Por que no le gusta? Los Intocables y yo estamos contentos, Señor Íñiguez.

Cabrioleando el lenguaje. Con su estilo peculiar que ataba las ideas a palabras mondas y lirondas, como lo hace quien las conoce, soltó aquella enseñanza de vida que a más de medio siglo retumba la conciencia.

-No seas conformista… El segundo lugar es el primer perdedor.

Los días siguieron. En el barrio no había claridades, sólo chismes. Pero un infidente dijo que en el periódico firmaba sus poemas con el pseudónimo “rif” y esculcamos las páginas de cultura del Diario del Yaqui para conocer mejor a aquel hombre subyugante. La misma garganta profunda denunció que Íñiguez era perseguido político, chismeó que vino de Guadalajara donde lo seguían por comunista.

Por esos tiempos, su administración sorteó vicisitudes: la del chamaco que sorprendieron masturbándose en la alberca –que pude ser yo- y que obligó a vaciarla al día siguiente, el cerote que emergió en la alberca recién lavada y atestada de personas, que también obligó a vaciarla, pero el mismo día. Incluso. Con luz negra destaca la desgracia del chamaco al que una tarde encontraton muerto por congestión en la alberca del barrio. Y desde el mundo de la pederastia se asoman las acusaciones al salvavidas.

Un día desapareció del barrio sin aviso previo, pero a los días reapareció como director de la Biblioteca Pública de Cajeme, nombramiento que le correspondía por antonomasia. Allá lo seguí, allí lo frecuenté para prestarle mis “poemas”. Hoy lo digo con turbación y rubor, se los dejaba con recelos porque temía que los plagiara.

Una luminosa tarde de agosto me presentó a un muchachón alegre, rozagante, de semblante rotundo, de mirada limpísima y sonrisa amplia y natural. Me dijo algo así como: “a Juan como a ti le gusta la poesía, podrían hacerse buenos amigos”.

Aquel mocetón era Juan Manz, que vacacionaba o regresaba a Cajeme. Juan perseveró en la Lírica y es poeta non, a mí los estudios me hicieron médico bienintencionado, la necesidad me hizo burócrata de medio pelo o sin pelo y, la vida me dio chanza de hacerme escritor de falsa cultura y de acentos mal medidos.

Con los años fue tiempo de estudios fuera de Sonora, con ausencias largas, retornos anuales y efímeros. La distancia y otras tolvaneras emocionales atenuaron aquellos lazos de admiración, apenas al punto de dejarlos en los recuerdos reverberantes que fortalecía los diciembres, en ocasión del retorno vacacional al terruño y las querencias 

En una de las vueltas de fin de cursos, yendo por la calle Galeana, dando la vuelta por la Sonora al sur, con la Casa Java de escenografía al fondo, me sorprendió el inusitado binomio que formaban aquel hombrón con casco y montado soreb la minúscula motoneta Vespa Ciao. Sin escape, era la representación urbana de Gulliver cabalgando las calles de Obregón encima de un pony liliputiense motorizado.

Lo recuerdo sentado, leyendo, siempre leyendo, en la solitud del negocio sin clientes. Mirando de reojo a los esporádicos parroquianos. Era la librería en el número 7 de la calle Zaragoza, una rara joya de cultura metida con calzador entre comederos de manteca, estanquillos de botas vaqueras y tanichis de faldillas y refajos. Libros en venta para una sociedad refractaria a la cultura, el negocio sin lectores ni compradores, sin compradores ni lectores, el meollo de aquel fracaso del emprendimiento familiar que Ramón nombró Librería León Felipe.

Una tarde de viernes del invierno de 1978 lo topé en las escalinatas de la vieja Oficina de Correos y fui tan efusivo que hasta el final recordó mis tartamudeos de esa fecha. En términos de cultura Ramón Íñiguez era mi referente obligatorio, tal vez el único, por eso no valían restricciones a la emoción. Esa vez presumí las últimas creaciones de la inspiración juvenil, en especial la colección de rimas eufónicas y sin métrica que llamé ¨Odas del chonte¨ y a cambio, de despedida, me recetó gratitud oficial, recordando de corrido los títulos de los doce libros que tras ganarlos en un concurso de oratoria y los doné sin leerlos –sin abrirlos- a su biblioteca.

Es más difícil ser “Don” que tener título. A decir verdad, pocos tratos son tan honorosos como ser llamado “Don” o “Señor”. Ramón no poseyó títulos académicos formales, tampoco le faltaron. Se le conoció como El Señor Íñiguez o Don Ramón Íñiguez y fue el propietario de un vasto acervo en el corazón de la cultura de la barbacoa, dicho así, sólo para ponerle tonada parlanchina a aquel presunto dislate-sentencia que injustamente se achaca a Vasconcelos.

Cuando hay memoria y sentimientos, el reencuentro es terreno común de pasados y presentes. Con la alcahuetería de hados egomaníacos, topetamos de nuevo en el 2005. Porque en la vida aunque corta, andando las mismas veredas, topan las bestias semejantes. Lo hallé con la imponencia y sus presentimientos atávicos.

Estaba por echar a andar sin su tutela la Biblioteca Pública Jesús Corral Ruiz. Esta época fue otro lapso para querernos más, como se quieren los hombres cuando se respetan. Lo encontré sin mutar: Ramón líder, siempre la referencia de autoridad, de mando, de liderazgo. Siempre fue el hombre sapiente que por saber parecía ser mayor.

Con el proverbial estilo que lo hizo sui generis, ése de obviar lo accesorio, en el primer encuentro reseñó la lucha contra el cáncer y la sobrevivencia al infarto, dijo cosas importantes que sólo a nosotros conciernen, y en el cierre, el brillo de la egolatría le matizó la charla cuando invocó la sublime extensión de su existencia: la consorte y la progenie. Después, y como siempre, el Quehacer Cultural nos hermanó. Con cada encuentro, entre estallidos de abrazos y saludos, brincoteaban las corazonadas, las intuiciones, desfloradas por retruécanos, vivencias chillantes o citas inverosímiles.

Al oírlo recogía sin triquiñuelas y montajes lo que la historia esconde, no “entre-líneas”, sino atrás de ellas o afuera del campo que retrata el obturador. Charlando a su lado, viví el deleite de abrevar de primera mano sus monólogos retacados de realidades profundas, los registros infinitesimales de la historia de Cajeme y las quintaesencias que las columnas del periódico retocan u omiten los manuscritos oficiales.

Ramón Íñiguez fue ironía o sarcasmo, eufonía mordaz o cáustica, dardo memorioso, anécdota precisa, pasión por el detalle y pensamiento holográfico del día con día. Estar con él era confirmar la vigencia de su pensamiento integrador, al editor irredento, al personaje que tenía a flor de labio la reflexión decantada del sucedido y del trascendido en el entorno.

Había que conocerlo: era un chamaco retobón amurallado tras pupilas escrutadoras, un plebe chipilón metido en dos metros y cien kilos. Y no pocas veces, el potestatario de las franquezas en el límite de la impertinencia intelectual o de la obstinación que lindaba los solares de la necedad y el capricho.

Fue periodista de profesión y vocación con más de 55 años en el oficio, fue reportero gruñón de tiempo completo que taxidermizó los sucesos al influjo del terrible señor Urbieta, de Kapuscinsky o del espíritu de Don Jesús Corral, pero que ruborizaba en cuanto se le disecaban las emociones o lo atenzaban los recuerdos cruentos.

Era un ser que fluía entre realidades y ficciones: era poesía, cine, narración, charla. Léxico, ortografía y puntuación, historia y erudición. Era pasión por los libros, que iba y regresaba indistintamente de la bibliofilia a la bibliomanía o a la bibliopatía. Su hobbie la computadora, el Hotmail, letras y tinta, rotativas, tipografías, pliegos, gran formato y papel prensa.

Don Ramón Iñiguez Franco fue constructor de instituciones, el mito y verdad de Quehacer Cultural. Fue sabio sin título que soltaba asertos dignos de fe como aventar perlas. Con un dejo de displicencia y enfado, el día que recibió el nombramiento de Ciudadano Distinguido de Cajeme les dijo a quienes atestaban la Sala de Cabildos en noviembre del 2008: “¡No tengo idea del merecimiento: Hago lo que mejor hago y lo que menos mal me sale, y por accidente, soy bibliotecario hechizo, hoy jubilado!”

En aprendizajes de vida, en el registro de los hechos que marcan y en el resumen de la existencia, conservo las enseñanzas primigenias de Ramón que, a pesar de errores, odios y fracasos ciento por ciento imputables a los desórdenes de mi vida, me ayudaron a ser mejor persona, a ser justo, a no arredrarme ante las adversidades y a descollar segundos lugares.

Los consejos y enseñanzas de Ramón Íñiguez son parte de lo bueno que porto. En tu pecho, Ramón, penden las insignias de agradecimiento fraterno que te concedo…

 

* No le pongas bozal al buey que trilla

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