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¡Que la muerte venga pronto!

Alejandro Rosas
Domingo 02 de Abril de 2017
 

La noticia de la captura de Felipe Ángeles corrió como reguero de pólvora. El teatro de los Héroes de la ciudad de Chihuahua fue abarrotado por una multitud que no quería perder detalle alguno del juicio sumario al que sería sometido. Para nadie era un secreto que Carranza había dictado sentencia -pena de muerte-, desde 1914, cuando Ángeles encabezó la insubordinación de generales que apoyaron a Pancho Villa en su rompimiento con el Primer Jefe. 

Desde las ocho de la mañana del 25 de noviembre de 1919, cerca de cinco mil personas llenaron galerías y palcos. Ángeles sería juzgado por el delito de rebelión. El juicio duró cerca de 16 horas. El general hizo un recuento de su vida, de sus orígenes, de los lejanos años en el Colegio Militar, de su incorporación a la revolución mexicana, de la derrota del villismo, del exilio y de su regreso a México. Por encima de las diferencias que lo alejaron, defendió a Villa con vehemencia. 

"Como he dicho antes, la misión que traje fue de conciliación, fue de aconsejar a Villa, porque Villa es bueno en el fondo: a Villa lo han hecho malo las circunstancias, los hombres, las injusticias, eso le ha perjudicado. Con él anduve cinco meses predicando en todos los lugares a donde llegábamos, los principios de fraternidad que deben unir a todos los hombres, hasta que me separé de él por no convenir con su conducta para con los prisioneros, a quienes fusilaba, idea que traté de quitarle, como se la quité en muchas ocasiones".

Más que una comparecencia, Ángeles dio una cátedra frente a los jueces. Habló de la política y de sus valores; de la ética, de la educación, del desarrollo del pueblo, de los grandes problemas nacionales. En sus palabras se percibía la tristeza de quien se duele por su patria, denunciaba las carencias de la sociedad y establecía los pasos para su redención. Los jueces intentaban llevarlo al terreno de los hechos concretos. De las batallas, de sus combates al lado de Villa. Sobre esos temas deliberarían para sentenciar al general, que sin embargo, no hablaba, predicaba.

"No he dicho nada contra la Constitución; he predicado la fraternidad; he predicado una doctrina de conciliación y de amor. La democracia consiste en que cada uno se baste a sí mismo para que, en unión de los demás, pueda ser libre y, por tanto, disponer de libertad en su gobierno, en sus hechos, en su vida propia".

Ángeles negó las acusaciones que lo señalaban como un rebelde buscando el derrocamiento del régimen legalmente constituido. Rechazó haber tenido mando de tropas durante los cinco meses que estuvo con Villa. Demostró no estar en contra de la Constitución de 1917.  Habló durante horas de su misión para México. Al final expresó: "Sé que me van a matar, pero también que mi muerte hará más por la causa democrática que todas las gestiones de mi vida, porque la sangre de los mártires fecundiza las grandes causas".

Cerca de la medianoche del 25 de noviembre, tras varias horas deliberando, el Consejo condenó a muerte a Felipe Ángeles. Al escuchar el fallo, el general no se inmutó, unos días antes habría dicho "Que venga la muerte pronto". Su rostro parecía de piedra. No hubo expresión alguna de dolor, miedo o tristeza. El silencio cayó sobre el teatro de los Héroes. 

Ángeles fue llevado de vuelta a la prisión, donde ya le esperaba su última cena preparada en un restaurante de Chihuahua. También se encontró con un flamante traje negro enviado por varias damas de sociedad. Mediaban algunas horas antes de su muerte y las pasó conversando. Cuando el sacerdote le preguntó si quería confesarse, Ángeles manifestó que no, "mejor que un confesor -dijo-, debería estar aquí un filósofo que estudiara, en provecho de la humanidad, los últimos momentos de un hombre que teniendo amor a la vida no teme perderla".

Dedicó los últimos instantes de vida a su pasión por la lectura. Releyó algunos pasajes de La vida de Jesús de Renán. Faltando algunos minutos para las seis de la mañana del 26 de noviembre, le comunicaron que había llegado la hora. Se despidió de sus amigos y "con el espíritu en sí mismo" caminó con firmeza hasta el lugar de la ejecución. Su rostro, pálido, anunciaba el fin. En ese lugar, en medio del silencio sepulcral, recibió a la muerte. Una helada ventisca recorrió las calles de Chihuahua. La revolución había devorado a uno de sus mejores hijos.

 

 

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